Ariel caminaba
por una calle de Nueva York, con la cabeza gacha y la gabardina empapada por la
lluvia intermitente. Hacía un rato, cuando todavía no se había hecho de noche,
se le había roto un tacón, y se había visto obligada a comprarse unas
zapatillas para no tener que volver descalza. Iba ensimismada, y pisó sin
querer una baldosa floja que manchó sus pies. Bufó, enfadada, mientras se
sacudía como podía. El día no podía irle peor, y todo lo que quería era llegar
a su casa.
-¿Quiere
una flor, señorita? –le ofreció una vendedora asiática que llevaba el carrito
lleno a rebosar de bombones, tarjetas con forma de corazón y rosas rojas.
Ella negó
con un gesto de la mano, y frunció el ceño molesta. Detestaba el Día de San
Valentín. Hacía años que no tenía a nadie con quien compartirlo.
No
recordaba por qué había decidido salir aquella noche. Ah, sí, aquella cita a
ciegas, con el primo de una de sus compañeras de trabajo, que no se había
dignado a presentarse. La culpa era suya, desde luego. Debería haber declinado
la oferta. Había sido una idiota por acudir a un encuentro así, esperando...
bueno, esperando hallar algo.
Con lo
bien que estaría en su casa, lejos de todas aquellas parejitas enamoradas, del
olor a caramelo y de las señoras que querían venderle flores. El mundo parecía
haber adoptado un filtro rosa, y el sonido de las risas y las declaraciones de
amor susurradas estaba en todos los rincones. Ariel aceleró el paso, incómoda.
Un trueno
retumbó sobre la ciudad, la mujer decidió que ya había tenido suficiente.
-¡Taxi!
–llamó, extendiendo el brazo con cierta brusquedad. No tuvo que esperar: uno de
aquellos vehículos amarillos se detuvo casi al instante. Ella se subió
precipitadamente, aliviada de estar por fin en un sitio cerrado, con algo de
silencio y aislado del molesto exterior.
-¿A dónde
la llevo? –inquirió el taxista, un hombre con aspecto hindú que olía a menta e
incienso. Ariel le indicó la dirección, y se dedicó a mirar por la ventanilla,
sin prestar mucha atención al incesante parloteo del conductor, que parecía
impaciente por contarle todos los detalles de su vida.
Había
tráfico, mucho más que el habitual, y el trayecto, que no tendría que haber
llevado más de diez minutos, se hacía eterno. Por inercia, rebuscó en el bolso
en busca de su móvil para comprobar que no tenía ninguna llamada perdida.
Había un
mensaje, y eso la extrañó. En realidad no esperaba encontrar nada. El teléfono
no había sonado en todo el día. Pero el mensaje estaba allí, así que Ariel lo
abrió.
“Un
pensamiento para la Dama de los Espejos.” El número le era desconocido.
Ariel se
quedó de piedra, congelada en la misma posición. Apenas percibía la voz del
conductor, a quien no parecía importarle que no se le estuviera escuchando. La
pantalla del aparato se puso negra, y la repentina desaparición del texto la
devolvió a la realidad.
Hacía
años, muchos años que nadie la llamaba así. Muchos años desde que se la
conociera como la Dama de los Espejos. Ariel encendió otra vez la pantalla,
buscando algo, algo que desvelara el remitente, cualquier pista que le
confirmara lo que ya sabía. Porque solo quedaba una persona viva que hubiera
estado allí durante aquel período. Un único hombre que la reconociera tras
aquel alias.
El taxi
por fin llegó a su destino, y se detuvo con un quejido amortiguado en volutas
de gases negros frente a la puerta de su edificio. Pagó y se bajó, algo
inquieta, como si alguien la estuviera mirando, aunque no veía a nadie más en
la calle. El portero, que normalmente siempre era visible desde la acera, no se
hallaba en su puesto. Y ella entendía lo que ello significaba.
-No has
cambiado.-sonó una voz aterciopelada a su espalda. El vello se le erizó, y un
escalofrío le recorrió la espalda, pero ella no dejó que nada de eso se
reflejara en su rostro, ni en su postura. Se dio la vuelta para contemplar a su
interlocutor, y la delicadeza y gracia del movimiento le trajeron a la mente
recuerdos de un pasado muy lejano, de alguien que ya no era ella.
Sonrió,
una sonrisa artificial, pero adecuada, que hacía las veces de decoración, tanto
como un collar, o unos pendientes.
-¿En
serio, Gabriel? Yo creo que no queda nada de la mujer que conociste.
Pero él sí
que seguía igual. Con el mismo aire de absoluta calma y control, con la misma
sonrisa trasparente. Llevaba un abrigo largo y tenía las manos en los
bolsillos. Sus ojos claros la miraban como quien ve a un amigo por primera vez
en mucho tiempo.
Ariel
sintió que las emociones se convulsionaban en su interior, como violentas olas
rompiendo unas sobre otras. La belleza de su rostro le derretía el alma, y le
devolvía recuerdos ya olvidados de la época en que todo era posible, antes de
la guerra, antes del dolor. Pero esa actitud, ese gesto de alegría contenida
que esbozaba... ¿cómo se atrevía? La ira burbujeó tan repentina como violenta.
¿Acaso no recordaba todo lo que había pasado? ¿Lo que se habían hecho el uno al
otro durante los años oscuros? ¿La sangre, la traición, la pérdida?
Ariel no
se sintió capaz de mantener aquella sonrisa diplomática por más tiempo y se
giró bruscamente. Echó a andar hacia los escalones de la entrada.
-Espera.
–La retuvo él, con una voz suave y extrañamente cansada, que sonaba demasiado
honesta como para esconder puñales detrás. Quizá fuera la novedad de aquel tono
sincero, o quizá se debiera a que ella también le echaba de menos, pero Ariel
se detuvo en seco. La tormenta de su pecho amainó un momento, dando lugar a un
cansancio demoledor que se hizo con sus músculos.
-¿Qué vas
a decirme? –Explotó al fin- ¿A qué has venido? Si buscas perdón, no lo hallarás
en mí.
-Yo
solo... –comenzó él.
-¿Qué?
¿Querías verme? ¿Querías algo de mí? ¿No te das cuenta de que no hay nada que
pueda arreglar lo que pasó? ¿Subsanar los destrozos de la guerra? ¿No ves que
tu mera imagen basta para abrir viejas heridas que deberían permanecer
cerradas?
Seguía sin
haber nadie en la calle, y casi era mejor así, porque Ariel había alzado la
voz, y no quería público para aquella escena. Dos grandes lágrimas se escaparon
de su prisión y huyeron libres a través de sus mejillas.
Gabriel
frunció el ceño y ladeó la cabeza. Alzó una mano enguantada y enjugó ambas
lágrimas. Aún sin llegar a entrar en contacto directo con su piel, Ariel notó
el calor de las chispas blancas que su cercanía provocaba.
-Preguntas
qué quiero. Ariel... estoy cansado. Cuando me ves, solo ves dolor, ira y
muerte. El enfrentamiento fue terrible, duró demasiado y trajo el fin de todo
lo que conocíamos. Ariel, tú y yo somos casi hermanos. Somos los únicos
supervivientes de nuestra especie. Sí, luchamos en bandos separados. Sí,
tenemos mucha culpa que cargar a nuestras espaldas. Entiendo que me odies, que
no puedas siquiera considerar perdonarme.
>>Pero
yo también te odio, Ariel. Porque tu espada acabó con incontables de los míos.
Porque aunque no lo creas yo también lloré sobre los cuerpos de los caídos.
Porque tus manos están tan llenas de sangre como las mías. Porque somos
enemigos y, de algún modo, siempre lo seremos.
Ariel
soltó el aire que había estado conteniendo casi sin notarlo. Gabriel tenía la
vista clavada en el suelo, con la mirada perdida en otro instante, en otro
tiempo.
-Bien,
pues. –Dijo, y su voz sonó apagada.- Entonces no hay nada que hablar, ¿no?
Vete.
-No,
espera.-Gabriel volvió a interceptar su mirada y ella volvió a caer en su
trampa.- Es lo que te digo, Ariel. Somos los últimos, ya no queda nada. Ya no
hay guerra, ya no hay nada por lo que luchar. Las espadas hace años que están
envainadas... por Dios, si ya ni siquiera se usan espadas. Y los muertos hace
siglos que han encontrado el camino. Todo lo que queda de aquel infierno está
en nuestra memoria. Y es eso lo único que nos separa.
-No es lo
único, Gabriel. Yo... –El sonido de su propia voz la sorprendió, y Ariel tiró
de la fuerza de ese sonido para seguir.- Bueno, ¿y qué pretendes? ¿Que seamos
amigos y nos contemos cotilleos mientras tomamos un café?
-No
estaría mal. –No se esperaba esa respuesta, y la sorpresa volvió a hacerla
enmudecer.- La eternidad no es fácil. Nuestra relación está manchada, es
imperfecta, y nunca será predecible. Pero sí, lo que propongo es que dejemos
atrás el pasado. O al menos que demos una oportunidad al futuro.
La eterna
llovizna dio paso a una lluvia insistente que aplastó los mechones castaños de
Gabriel contra su frente. Sin embargo, él no dejó de mirarla.
Ariel aún
procesaba sus palabras, que se adentraban en su interior, como la lluvia en el
océano embravecido.
Paz.
Consuelo. Ver su seriedad mientras esperaba pacientemente la respuesta, cómo
tenía en cuenta su opinión, la misma arruga en la frente que siempre se le
dibujaba cuando escuchaba sus ideas.
Dolor. Miedo. Su espada hundiéndose en el cuerpo de sus compañeros. Descanso.
Seguridad. Sentir sus brazos abrazándola y su voz calmándola cuando cualquier
cosa la afectaba. Ira, traición. Tenerlo frente a ella, cubierto de sangre,
tierra, lluvia y lágrimas cuando el último de los suyos había caído.
Ariel
entendió lo que Gabriel había querido decir. Cruzó la distancia que los
separaba y lo besó con rabia, con pasión, con urgencia, con odio y con amor. Él
le devolvió el gesto, y la atrajo hacia sí con la misma sorda necesidad en la
que había desembocado aquella tormenta interior.
La calle
pareció volver a la vida de repente. Una pareja se asomó por la esquina, un par
de coches se atrevieron a pasar junto a la acera.
-No
esperaba tanta efusividad –reconoció Gabriel entre dientes cuando sus labios se
separaron.
Ariel, la
Dama de los Espejos, con su mítica sonrisa de vuelta en su sitio, contestó
misteriosamente en el mismo tono.
-Bueno...
quizá no lo recuerdes, pero así es como se recibe a un viejo enemigo.
May Parodi
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