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05 febrero, 2015

Ruido

Ruido. Cuánto ruido había en aquella cafetería. Había tal barullo entre las conversaciones de las mesas y el tráfico que a la chica le costaba incluso pensar. Odiaba profundamente el bullicio de la ciudad, su atronadora cacofonía insoportable. Indicó a la camarera que le dejaba el dinero bajo el servilletero y echó a caminar, buscando la soledad y el silencio de una de las calles secundarias.
No tenía muy claro por qué había salido esa noche. Aunque lo cierto era que últimamente toda su vida era así: a la deriva y carente de sentido. ¿Cuándo había comenzado ese avance sin rumbo? ¿En qué punto se había convertido en aquella persona a la que el mundo entero le resbalaba?
En su andar llegó a la entrada de un viejo parque, cuya puerta enrejada aún estaba abierta a pesar de la hora que era. “Se habrán olvidado de cerrarla” pensó, y entró buscando el oscuro manto de los árboles. En el centro de aquel entramado yacía una vieja fuente de piedra que llevaba años sin funcionar. La parte superior se había partido y sus trozos se hallaban desperdigados por el interior. Podía apreciarse que en su día la fuente había sido de tonos ocres, pero la pintura se había ido descascarillando, y ya solo quedaban franjas desteñidas. Dentro había latas de refresco vacías, colillas de cigarrillos y toda clase de inmundicias que la gente había ido tirando.
A ella le daba igual. Podía ver a través del deterioro y del maltrato: podía apreciar lo grandiosa que en su día había sido aquella fuente. Después de todo, ella había visto alzarse imperios enteros que hoy en día se encontraban en el mismo estado que aquella piedra, o que ya ni siquiera existían. Ella sabía que la magnificencia y la decadencia son la misma cosa, y que lo único que las separa es el tiempo.
Se recostó sobre el borde más limpio de la estructura en ruinas y se colocó las manos tras la cabeza para poder contemplar el cielo.  Estaba nublado, por lo que las estrellas solo eran visibles a ratos.
Otra vez sintió una punzada de tristeza, de inquietud, de desasosiego. “Yo antes no era así” se dijo “Antes todo era diferente”
-¿Qué era diferente? –Preguntó una voz proveniente de sus pies. Ella se incorporó, sobresaltada, y vio que el que había hablado era un chico que estaba sobre el muro, a solo un metro de ella.
Era un muchacho de apariencia adolescente, de cabello castaño, constitución menuda y ojos oscuros. Se hallaba acuclillado, y vestía ropas holgadas. “Será uno de esos hippies”, pensó ella, intentando, sin éxito, encajar a su interlocutor en alguna categoría social. El chico la observaba fijamente, con una mirada curiosa e inteligente que parecía estar escudriñando cada esquina de su ser. La leve sonrisa que se le dibujaba en la cara, como la de un coleccionista de insectos que acaba de encontrar un extraño ejemplar, hizo que se le erizara el vello de la nuca.
-¿Quién eres? ¿Te conozco? –inquirió ella alejándose disimuladamente del escrutinio del muchacho.
-¿Conocerme? –replicó él con un tono juvenil y alegre que no pegaba para nada con su expresión ni con el lúgubre entorno. Bajó casi deslizándose de su posición sobre el muro. Avanzó hasta el árbol más cercano, un joven ejemplar de ciprés, le arrancó una ramita, y se puso a juguetear con ella.- Tú me has visto muchas veces, pero no me recuerdas. Yo a ti, en cambio, no podría olvidarte.
Ella sintió un escalofrío que le subió desde la base de la espalda hasta la nuca.
-Ya… -contestó la chica, poniéndose de pie como pudo. El movimiento fue más brusco de lo que ella pretendía, y la joven se sorprendió a sí misma al notar su propio miedo.- Creo que debería irme.
Ella no era una mujer cualquiera: no era una débil humana. Ella había vivido durante siglos, se había enfrentado a peligros indecibles, y había cometido actos atroces. Había sido testigo de las crueldades más extremas, alguna de las cuales ella misma había provocado. No tenía sentido que ahora la atemorizara la presencia de un muchachito tenebroso.
-No te vayas, Anabel. –la llamó el chico cuando ella ya se había echado a andar. La sangre se le heló en las venas, y la chica se detuvo en seco. Hacía décadas que nadie la llamaba por ese nombre. Desde antes de la Gran Guerra. Desde antes de la Revolución. Antes incluso de convertirse en lo que era ahora.- No deberías irte. Tenemos que hablar.
Anabel retrocedió casi sin darse cuenta, y se dejó caer sobre el murito de la fuente, ya sin prestar atención a ver si estaba limpio o sucio. Si su piel tuviera color, ahora la sangre se le habría ido de la cara.
-¿Quién eres? –repitió con un hilillo de voz.
El muchacho se colocó de un salto sobre la fuente, y se arrodilló junto a Anabel desmenuzando la ramita de ciprés con una actitud infantil que contrastaba de forma grotesca con la oscura diversión que se reflejaba en sus facciones y la inquietante mirada de aquellos ojos penetrantes.
-Lo importante es quién eres tú, Anabel. –La chica volvió a sentir un escalofrío cuando él pronunció su nombre, como la caricia de un témpano de hielo en el cuello.- Ahh… -fingió él un suspiro. Terminó de deshacer la ramita y se echó cuan largo era, reposando la cabeza sobre el regazo de la muchacha.
Ella no vio venir el gesto, así que no le dio tiempo a retirarse. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo, rechazando aquella cercanía. A pesar de llevar vaqueros, Anabel notó el contacto de la cabeza sobre sus piernas con absoluta claridad. Casi le dolía la piel del frío tan intenso que él desprendía.
-Tú –continuó él- eres la Princesa de Hielo, ¿no te llamaban así durante la Guerra? La mujer sin compasión, que mataba a todo aquel que se le interponía, dejándolo frío como una estatua de hielo. ¿A cuántos desangraste? ¿Llevabas la cuenta? –Los ojos del chico parecían no parpadear de tan fijos que estaban. Anabel los sentía clavándose en su rostro. Habría jurado que se volvían negros como el carbón por momentos. El tono jovial de aquellas afirmaciones no hacía sino acentuar el pánico que le provocaba su exactitud.- Eras el soldado perfecto, ¿no es cierto? No te afectaban los disparos, ni las bombas, ni la moral. ¡Cómo aprovechaste esos años! La verdad es que estoy orgulloso de ti.
Una enorme lágrima cayó desde los ojos de Anabel, y aterrizó en la comisura de los labios del muchacho, que sacó la lengua y saboreó el líquido. Ella dio un respingo, y él se rió entre dientes. Luego se incorporó, se bajó del muro, y se acuclilló frente a la chica, apoyando los codos en sus rodillas, con toda confianza. Nuevamente, el frío se hundía hasta el hueso en cada parte de su cuerpo que él tocaba.
-Pero debías saberlo, ¿no? Debías sospechar al menos que un poder así no podía ser gratuito. –Ella siguió sin contestar. Ahora las lágrimas se deslizaban sin freno por sus mejillas. Le temblaba el labio, y su cuerpo se negaba a introducir aire en sus pulmones.- Lo de la Princesa de Hielo, vale. Había sido un período duro, tenías hambre… Pero, y ¿lo de la Revolución? ¿Toda esa gente a la que torturaste y mataste? Aquellos niños del Monasterio… Tan jóvenes… He de confesar que me sorprendiste hasta a mí.
-¡Esa no soy yo! –gritó ella, con la voz descompuesta, por fin capaz de despegar los labios. La sorpresa de oírse a sí misma la dejó muda un instante. Se recuperó enseguida, y repitió, esta vez con más convicción.- Esa no soy yo. Eso está muy atrás… en el pasado. Yo he cambiado, ya no hago esas cosas. Ahora soy buena, hace años que no tomo una vida… Yo…
Fue interrumpida por el estallido de carcajadas del muchacho, que se echó al suelo convulsionándose con violentas risotadas sin control, en un arranque macabro de diversión histérica.
Ella vio entonces su oportunidad de huir, y comenzó a incorporarse con disimulo. No llegó a dar un paso: en cuanto se hubo puesto en pie, una fuerza brutal la empujó obligándola a volver a sentarse.
Primero notó el dolor del golpe, y luego atinó a fijarse en qué la había embestido. Había sido el muchacho. Tenía ambas manos puestas sobre sus caderas, y  no había rastro de risa o humor en sus facciones. La constitución menuda de su cuerpo era pura fachada: la potencia del gesto había sido inhumana. El silencio súbito se posó sobre su piel como una capa de escarcha: durante largos segundos,  ni siquiera se oyó el ruido amortiguado del tráfico que tanto la había molestado antes.
-Sí –dijo él, esta vez con una voz limpia, carente de emoción, tan vacía como su mirada. Ya no había nada pueril en su actitud.- Eres tú, Anabel. No importa cuánto tiempo pase, cuántas veces te cambies el nombre, ni cuán lejos te vayas. El pasado no se diluye, ni se evapora. Te persigue, y un buen día, te alcanza.
No sentía las piernas, ni nada más abajo de las caderas donde las gélidas manos del muchacho la sujetaban. Y se dio cuenta de no era una mera sensación: se estaba congelando de verdad. Casi podía oír como su piel cristalizaba en arañas de hielo puro que se hundían con suaves crujidos solidificando los músculos hasta enredarse con muda rotundidad en sus ateridos huesos.
-¿Eres el diablo? –preguntó con gran dificultad. La saliva había comenzado a helársele, y los trocitos de cristal le arañaban la garganta. Hubiera llorado, pero ya no le era posible. Las lágrimas se le habían congelado sobre las mejillas, formando pequeños arroyos transparentes detenidos en el tiempo.
Él esbozó una sonrisa que, de no ser por aquellos ojos, podría haber resultado amable. Alzó la mano y le acarició la cara. El roce de sus dedos sobre su rostro aceleró el proceso en la zona,  creando nuevos carámbanos a su paso.
-El diablo no existe, Anabel. El mal está en todos nosotros.
El chico se inclinó sobre ella y la besó en los labios. Fue un beso extraño, como todo en aquel muchacho. Un beso helado, que terminó de convertir a Anabel en una estatua de granizo. Un beso dulce, que traía consigo tanto dolor como placer. Un beso compasivo, que otorgaba el perdón a quien tanto lo necesitaba. Un beso vengativo, que daba su merecido a un ser depravado. Un beso piadoso, que ponía fin a la dura eternidad.
El chico se separó de la estatua de hielo, y dedicó unos instantes a contemplarla. Realmente era una imagen bella. Una sonrisa auténtica se dibujó en su rostro. Le dio un beso fugaz de despedida en la frente.
Luego se puso de pie, se colocó las manos en los bolsillos de su amplio pantalón y dejó el parque atrás, zambulléndose en el ruido de la ciudad.

Ruido. El ruido ensordece, el ruido perturba, pero, al final, el ruido es vida.

May Parodi

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