Me llamo
Eric. Tengo 17 años y vivo en Belcher, Luisiana, en un barrio de esos pijos con
casas idénticas y jardines perfectos. Todo a mi alrededor parece sacado de una
revista de Martha Stewart: casas impecables, maridos con traje que se van a
trabajar sonrientes, esposas perfectas vestidas en tonos pastel que preparan la
comida silbando alegremente, chicos deportistas y populares y coches de marca
recién adquiridos en cada garaje. Falta solo una de esas musiquillas de dibujos
animados para que terminemos de parecer una maqueta a escala real.
Solo yo
interfiero en el ambiente jovial de mi pueblo: al contrario que mis vecinos,
soy un chico callado, poco sociable y siempre visto de negro. No me va la
música tribal o electrónica que escucha la gente de mi edad: prefiero letras
con sentido, música que transmita emociones, que tenga mensaje. No, por si te
lo estabas preguntando, no soy gay. Solo tengo buen gusto.
***
Ethan
Dumont era el tío guay del instituto. Siempre hay uno: el que se cree el macho
alfa, quarterback del equipo de Belcher. Siempre rodeado de su pandilla de tíos
cachas y descerebrados, nos la tenía jurada a todos los que no fuéramos como
él. A mí me tenía especial manía. No me explico por qué, aunque seguramente
tuviera que ver con las calaveras que decoraban mis carpetas, o a las cruces plateadas
del brazalete que me había regalado mi madre antes de morir, y que siempre
llevaba puesto.
Una o dos
veces en semana, Ethan sentía la necesidad de mostrar su superioridad
gastándome alguna broma pesada y humillándome públicamente. Ya me daba igual:
estaba bastante acostumbrado, y no me afectaba nada de lo que pudiera hacerme o
decirme.
Sin
embargo, hubo una ocasión en la que sí me molestó, y mucho. Estábamos en la
fiesta de Halloween de Stacey Newton, una tía popular cuya casa es la más
grande del pueblo. Todo el mundo llevaba disfraces menos yo, que había ido con
mi mismo atuendo de siempre. No sé por qué fui: sabía que nadie me esperaba.
Pero era Halloween, una fiesta que me encanta, y sentí la necesidad de... no
sé, de salir de casa.
Nada más
ver a Ethan, vestido de Tarzán para mostrar cacho, me di cuenta de mi error, y
decidí marcharme. Pero era tarde; me había visto.
-¡Eh,
muchachos! –Gritó el quarterback, feliz de poder marcar territorio- ¡Pero si Drácula
ha decidido honrarnos con su presencia! ¡Qué detalle!
Quise
escabullirme, pero ya me habían rodeado.
-¡Vamos,
di algo! Hoy es tu noche, ¿no? –Ethan se acercó, sonriendo burlonamente. Me
encerré en mi interior como siempre que está cerca. Es más grande que yo, más
fuerte y con más guardaespaldas. Es mejor encogerse y esperar a que se aburra.
Cansado, Ethan me echó el vaso lleno de cerveza por el pelo. El frío repentino
me hizo boquear para coger aire.
Todos los
colegas se rieron a carcajadas, y yo me enfadé conmigo mismo por haber ido
allí. A veces, no brillo por mi inteligencia.
Ya me
retiraba, cuando Ethan me cogió del brazo. El tirón me arrancó el brazalete
plateado, que cayó al suelo. Volví en mí y me apresuré a recogerlo, pero Ethan,
viendo mi interés por el objeto, lo pisó con saña antes de que pudiera
recuperarlo. El metal no resistió, y el regalo de mi madre, brillante y
hermoso, quedó destrozado.
Dos
lágrimas se me escaparon, de la pena tan grande que me embargó por perder aquel
brazalete, y mi dolor solo supuso más divertimento para Ethan y su pandilla.
-¡Sois
unos monstruos! –Grité, y mi voz desgarrada enmudeció a toda la multitud, que
no estaba acostumbrada a oírme hablar, menos gritar. Solo se oía de fondo la
música enfermiza que tanto les gusta- ¡Sois la escoria del mundo!
Ethan fue
el primero en reírse, y todos los demás lo imitaron, ignorando mi rabia y mi
pena, y siguiendo con su celebración. Yo salí de aquella casa, otro símbolo de
su imperio de locura y falsedad, y eché a andar. Todo aquello me había traído
recuerdos de mi madre, de su voz, de su sonrisa, de todo lo que había perdido
en aquel accidente de coche cuando solo era un niño. Ya ni siquiera tenía su
brazalete para recordarla.
Caminé sin
rumbo, sin objetivo, durante algo más de una hora. Sin pensar alcé la vista,
buscando la luna, y me di cuenta de dónde me hallaba. Había llegado a la Casa
Encantada.
En
realidad, nadie sabía si estaba encantada o no, pero su apariencia, al menos,
lo daba a entender. Lúgubre, oscura, desierta y de difícil acceso, aquella
propiedad siempre me había llamado la atención. El edificio había sufrido un
terrible incendio, hacía más de cien años, y se alzaba negro como el carbón.
Desde que era un niño, la Casa Encantada había ejercido en mí una extraña atracción.
Sin embargo, hasta aquella noche, nunca me había atrevido a entrar.
Pero qué
más daba. Estaba cansado, triste y solo, y me apetecía cometer alguna que otra estupidez.
Salté la valla sin muchos problemas, y avancé entre el alto y descuidado césped
intentando no ser visto. No es que nadie pasara por allí, pero mejor prevenir.
La misma
arquitectura del edificio parecía denotar cierta locura. Una larguísima
escalera se alzaba irregularmente hasta la casa, cuyo tamaño parecía fluctuar
entre gigantesco y demasiado pequeño según el instante en que se la estuviera
mirando. Casi daba la sensación de que la casa cambiara por momentos, como si
nunca fuera la misma. Además, tan alta se hallaba que parecía estar volando.
Recuerdo haberme preguntado cómo era posible que los cimientos aguantaran un
edificio de semejante tamaño a aquella altura.
No me lo
pensé mucho, sin embargo, y subí la escalera de piedra derruida con cierta
precipitación. No me sentiría a salvo hasta estar dentro, resguardado de
miradas inoportunas. La puerta de madera se resistió, hinchada por la humedad,
pero tras un par de fuertes tirones logré abrirla. La cerré tras de mí, y solo
entonces me atreví a respirar. Frente a mí, el enorme recibidor se extendía
negro por el tizne. No quise acercarme demasiado a las paredes, porque estaba
seguro de que me mancharían como el carbón.
Me interné
en la casa, explorando, pero no había nada. No quedaban muebles: estaba casi
seguro de que la casa no estaba habitada cuando se produjo el incendio, y los
muebles del anterior propietario seguramente se habían vendido. Sin embargo, el
edificio en su totalidad presentaba aquella negrura propia del humo y de las
llamas. Era precioso, me dije. Quizá algún día podría comprar aquella casa y
vivir allí.
Sonreí, y
me giré, dispuesto a marcharme. Pero una imagen me retuvo. Frente a mí, había
un fantasma. Digo que era un fantasma, porque su forma era traslúcida y
brillante. Era evidente que lo era, y yo, que siempre he adorado lo
sobrenatural, no lo dudé un instante. Era el fantasma de una chica de unos
quince años. Llevaba un amplio vestido beige, con muchos volantes y pliegues. El cabello
castaño le caía en bucles sobre los hombros, en un semi recogido.
Nos
quedamos mirándonos un largo instante; yo, analizando su aspecto; ella,
sorprendida y asustada. Espera... ¿asustado? ¿Un fantasma?
-¡No me
hagas daño! –rogó la aparición, alejándose un par de pasos de mí. Su voz sonó
amortiguada, y no parecía venir de un solo sitio. Bajó la mirada, avergonzada-
No sé quién eres, pero no tengo nada. Por favor, vete.
Yo alcé
las manos en un intento por tranquilizarla.
-Tranquila.
Eh, tranquila. –Ella me miró, con unos ojos grandes y atemorizados. Me
escuchaba.- Yo... solo venía... de visita. Ya sabes, a ver qué había en esta
casa.
Ella no
respondió, solo siguió mirándome. Debió haber sido muy guapa en vida.
-¿Vives
aquí? –pregunté. La chica pareció pensárselo, y debió ver que yo no suponía
ningún peligro, por lo que el susto inicial comenzó a disiparse. Su postura ya
no parecía tan tensa.
-Sí.
–contestó sin más.
Yo busqué
algún rincón donde la madera no hubiera sido calcinada, algún sitio donde sentarme, y lo hallé junto a la puerta
trasera. Me dejé caer allí y contemplé encantado el cielo azul y cuajado de
estrellas. La chica apareció a mi lado, sentada en el mismo escalón. La observé
de reojo y vi que también admiraba el cielo.
-¿Estás
muerto? –Preguntó la muchacha aún sin mirarme.
-No.
–respondí.
-¿Y no me
tienes miedo? –Ahora sí se giró hacia mí, muy seria. Imagino que mi respuesta
le importaba mucho.
-No. ¿Por
qué iba a tenértelo? –contesté, con la misma seriedad.
Ella
sonrió, y fue una sonrisa cálida, de transparente alegría. La sonrisa más viva
que había visto en mucho tiempo.
-Me llamo
Emily.
-Yo, Eric.
Nos
quedamos allí sentados largo rato, sin hablar, disfrutando en silencio de
nuestra mutua compañía.
***
A partir
de aquel día, fui a menudo a ver a Emily. Todas las tardes después de clase,
cuando se ponía el sol, emprendía el camino hacia la Casa Encantada a ver a mi
amiga. Casi siempre nos quedábamos sentados allí, junto a la puerta trasera,
hablando sin parar, intercambiando historias de la vida de ambos.
Al
principio, Emily apenas recordaba su propio nombre. Me explicó que era difícil
entender el orden de los sucesos y el paso del tiempo cuando no se tiene un
cuerpo que te lo recuerde constantemente. Pero con el paso de los días, cada
vez fue acordándose de más cosas.
Emily se
apellidaba Batton y había vivido antes incluso de la Guerra Civil, cuando aún
existían los esclavos. Me contó que se había criado allí, en aquella casa,
junto a su padre, un hombre severo que no compartía mucho tiempo con ella, y su
criada, Marie. Su madre había muerto durante el parto.
Siempre me
había llamado mucho la atención el pasado; cómo era la gente de antes, su
sociedad, sus costumbres, la extinta cortesía... Emily contestó todas mis
preguntas, divertida ante mi entusiasmo por cosas que a ella le parecían
normales y cotidianas.
De vez en
cuando, alguna de mis preguntas tocaba algún tema que a ella también le
interesaba, como la pintura o el arte, y entonces se le encendían los ojos y le
brillaban las mejillas mientras relataba con emoción algún suceso de su vida.
Me encantaba escucharla, y contemplar como su imagen traslúcida brillaba como
el pálpito de un corazón luminoso.
A veces,
tras alguna anécdota graciosa, nos reíamos a carcajadas hasta no poder más. Su
risa era muy contagiosa. Y a veces, solo disfrutábamos en silencio de la
compañía del otro.
En una de
estas ocasiones, me di cuenta de que el semblante de Emily mostraba un gesto
nostálgico. Fruncía levemente el ceño, y tenía la vista clavada en la enorme
falda de su vestido.
-¿Qué
ocurre? –inquirí.
-Es... no
es nada. –dijo ella, restándole importancia.- Es una tontería. Solo pensaba en
que fue una pena morirme con este vestido. Era el más feo de todos los que
tenía.
Me reí,
divertido por su dilema, y ella me devolvió una sonrisa.
-Todos mis
trajes solían tener estampados de flores. Me encantaban las flores cuando
estaba viva. –Emily suspiró.
Yo me
incliné hacia mi izquierda, donde, entre las grietas de los escalones de
piedra, crecían unas cuantas margaritas. Arranqué una, y se la ofrecí a mi
amiga.
-Ojalá
pudiera darte algo mejor. –Le dije. Ella me dedicó otra de sus sonrisas, una
grande y llena de ternura. Intentó cogerla, pero la flor no se quedó entre sus
dedos, sino que la atravesó y cayó nuevamente sobre el escalón.
-Ojalá
pudiera sostenerla. –Dijo solamente.
***
Al día
siguiente, cuando llegué del instituto, Emily me esperaba ya sentada en nuestro
sitio. Noté que había pasado algo, y me apresuré a ocupar mi sitio junto a
ella.
-¿Emily?
¿Va todo bien?
-Eric –Me
sonrió a modo de saludo. Enseguida recordó lo que fuera que la preocupaba,
apartó la mirada, inquieta, y su rostro se ensombreció otra vez.- Hay algo...
he recordado algo. Algo que se me había olvidado hasta ahora.
Ladeé la
cabeza sin comprender. Esperé paciente a que hablara. Tras unos instantes,
clavó en mí su mirada.
-Ya sé
cómo morí, Eric.
Lo
habíamos estado hablando, y aunque la memoria de Emily mejoraba cada día, nunca
lograba recordar su muerte. No le habíamos prestado mucha atención; había otras
cosas en las que pensar. Sin embargo, su actitud me preocupó. Esperé a que hablara,
pero mi amiga permanecía callada.
-¿Quieres
contármelo? –tanteé. Mi voz la sobresaltó. Dudó un momento.
-Tengo
miedo de que te asustes y salgas corriendo. –confesó con un hilo de voz.
-Tranquila
–dije, tratando de calmarla, como la primera vez que nos habíamos visto- Puedes
confiar en mí. No voy a salir corriendo.
Una nueva
corriente de duda atravesó sus ojos, pero finalmente se decidió:
-Era una
tarde de julio de 1859. –Comenzó- Yo me peinaba frente al enorme espejo de mi
cuarto, que estaba en el piso de arriba. Marie, mi criada, limpiaba la
habitación, y, mientras lo hacía, me contaba los sucesos del día. Jean, uno de
los esclavos que cultivaba los campos de mi padre, llevaba tiempo cortejándola,
y, como éramos amigas, tenía muchas cosas que contarme.
>>
Lo vi de casualidad. Algo sobresalía por debajo de mi armario. Marie lo había
movido sin querer con la escoba, y, como seguía hablándome, no se había dado
cuenta. Me levanté para ver qué era, y al sostenerlo entre mis manos vi que se
trataba de un libro. Desprendía una energía oscura, y los símbolos de la
cubierta no me tranquilizaban. En el lomo, en francés, podía leerse “La Magia del
Vudú”.
>> Marie me había estado dando la espalda mientras limpiaba una de las ventanas,
pero entonces se giró y vio lo que había descubierto. Yo, muda de asombro, fui
incapaz de moverme o de reaccionar mientras la criada lloraba, de rodillas ante
mí y prendida a mi falda, rogándome que no le contara a nadie lo que acababa de
descubrir.
>>Marie practicaba la magia negra. Bajo mi mismo techo.
>>Mi
amiga era una bruja.
Llegados a
este punto, Emily hizo una pausa, perdida en sus pensamientos. A pesar de
morirme por conocer el final de la historia, fui paciente y esperé a que
continuara.
-Todo
ocurrió muy rápido. El barullo alertó a mi padre, que se acercó a ver qué
ocurría. Me vio con aquel libro en la mano, y apenas reparó en la criada. Se
acercó a mí gritando, reclamando explicaciones. Su voz me devolvió a la
realidad. Marie ya se levantaba, dispuesta a confesar, cuando algo se apoderó
de mí. Sabía que condenarían a Marie a muerte, y se trataba de mi amiga.
Pensé... pensé que a mí me perdonarían, por ser quien era. “Es mío, padre”
declaré. Marie intentó desmentirlo, pero era su palabra contra la mía, y yo
era la señora.
>>No
lo vi venir. Nunca creí que mi padre pudiera hacerme daño. Pero el golpe que me
dio fue tan brutal que me derribó. Mi cabeza golpeó el suelo con violencia.
Recuerdo el ruido, seco, mudo y muy cercano. La sangre crecía en un charco que
me empapaba el pelo. Morí mirándome al espejo, el mismo frente al que momentos
antes me peinaba.
>>No
creo que mi padre quisiera matarme. O bueno, igual sí. Pero al final lo que
pretendiera no fue importante. Morí de todos modos.
El
silencio volvió a reinar entre nosotros durante un largo rato. Ella parecía
absorta en sus recuerdos.
-Lo
siento, Emily.
Mi voz
pareció recordarle que todavía estaba allí. Se volvió hacia mí, y su expresión
volvía a ser la que yo recordaba, con unos ojos grandes y expectantes.
-Quiero
pedirte un favor. No te lo reprocharía si te negaras, quiero decir, igual no te
parece bien... No sé... Pero... Bueno, que me gustaría pedirte algo.
-Lo que
sea. ¿Qué necesitas? – Me hubiera gustado cogerla de la mano para transmitirle
confianza. Parecía nerviosa.
-He estado
en esta casa desde mi muerte. –Comenzó ella.- He visto muchas cosas, pero solo
hay dos objetos de los que he estado pendiente. Uno de ellos es el espejo. De
algún modo, es mi espejo, porque morí frente a él. Sin embargo, lo perdí de
vista cuando lo sacaron de la casa, para venderlo en una subasta hace varios
años. El otro, es el libro de magia negra que provocó, aunque fuera
indirectamente, mi muerte.
Emily
calló un segundo, y yo permanecí en silencio, sin entender qué quería decirme.
-Eric
–dijo finalmente, dirigiéndome la mirada más seria y directa que vi nunca en
sus ojos.- Sé dónde está el libro. Y me gustaría que me ayudaras a volver a la
vida.
***
Me costó
un esfuerzo enorme convencer a Nancy, la limpiadora mexicana que trabaja en
nuestra casa, de que tenía que llevarme el enorme espejo victoriano que colgaba
sobre la chimenea.
-¿Está
seguro, señorito Eric? –Había inquirido, desconfiada. Odiaba que me llamara
“señorito”.
-Sí... ¿No
ves que tiene el marco dañado? –Dije, señalando el perfecto recuadro con
volutas doradas.- Mi padre insistió en que debía llevarlo a restaurar.
Nancy
frunció el ceño.
-El señor
no me ha dicho nada.
-¿No?
Bueno, es que me lo encargó a mí. Mira, no te preocupes, yo lo llevo a la
tienda, y lo recojo. Tú no tienes que hacer nada.
La mujer
no parecía muy convencida, pero no me impidió retirar el espejo. Cuánto pesaba
aquella cosa. Aún tengo agujetas de recordarlo.
Emily y yo
habíamos rastreado el espejo, y resultó que el comprador que lo había adquirido
en aquella subasta tanto tiempo atrás había sido mi padre. De lo más
conveniente. Tampoco era de extrañar: en su afán por encajar en esta sociedad
elitista y superficial, mi padre, un hombre acaudalado, compraba toda clase de
objetos antiguos y tremendamente caros que le permitieran vanagloriarse de su
riqueza.
Coloqué el
armatoste en la parte trasera de mi furgoneta y me detuve, con la vista fija en
el asiento de copiloto, donde descansaba el oscuro libro. Emily tenía razón: aquel
libro me ponía los pelos de punta.
Pero mi
miedo no tenía nada que ver con su naturaleza oscura. Se debía a algo que había
leído el día anterior, algo que ni siquiera mi amiga fantasma sabía aún.
***
-Levanta
esa tabla –me había indicado Emily. Con la ayuda de un destornillador, y
haciendo de palanca, desencajé una de las tablas del suelo junto a la
chimenea.- Marie lo guardó ahí antes de marcharse, cuando acabó la Guerra. Los
dueños posteriores no hicieron nada por cambiar el suelo, y, tras el
incendio... bueno, no es que haya muchas visitas.
Tras un
breve forcejeo, logré extraer la tabla y metí la mano en busca del libro. Allí
estaba, tiznado y apestando a humo, pero intacto. Emily saltó de alegría, y me
rodeó con sus brazos fantasmales, sin importarle que no pudiera devolverle el
abrazo. Sonreí, feliz de verla tan contenta.
-Ábrelo,
mira, ve pasando las páginas. –Hice lo que me decía, hasta que, al llegar a una
concreta, me pidió que parara.- Es ese. Si leemos esas palabras frente al
espejo, el cristal se convertirá en una puerta y podré volver a ser humana.
Emily daba
vueltas a través de la habitación, parloteando, haciendo planes de futuro, y
mientras, yo analizaba el conjuro, escrito en francés, intentando comprender
aquel ritual. Al pie de la página, una breve explicación en mi idioma me llamó
la atención. <<La Puerta se abrirá sobre la superficie cristalina durante
siete minutos, para eliminar la barrera entre ambos mundos. Pero no debe
olvidarse que el equilibrio ha de prevalecer. Si un alma cruza en una dirección
otra ha de ocupar su lugar en la dimensión de origen. Si transcurridos los
siete minutos no se ha compensado la balanza, todo aquel que haya cruzado será
devuelto a su dimensión de proveniencia, y la Puerta se cerrará para
siempre>>
Palidecí,
y supe que Emily no conocía esa parte. Mi amiga no podría volver a la vida,
porque para que ella viniera a mi mundo, otra persona tendría que pasar al
suyo. Para que surgiera una vida, otra tenía que ser sacrificada.
-Eric. –Me
llamó ella. Había cesado su estallido de felicidad, y había reparado en mi
gesto preocupado.- ¿Qué pasa?
Me forcé a
sonreírle.
-Nada.
Todo va bien. –No estaba mintiendo; todo iría bien.
Porque yo
iba a hacer lo que fuese para que ella tuviera lo que quería.
***
-¿Ahí está
bien? –pregunté, y ella asintió, impaciente. Desde que había entrado con aquel
espejo en la Casa Encantada, Emily tenía una enorme sonrisa dibujada en el
rostro. Ahora, colocado por fin junto a la vieja chimenea, su superficie de
cristal nos devolvía nuestro reflejo.
-Sí.
–Aseguró ella.- ¿Estás preparado?
Sostuve el
libro con fuerza entre mis manos, y asentí. Intercambiamos una última mirada, y
comencé a leer. Mi francés no era muy bueno, pero era suficiente. Noté como la
temperatura de la habitación bajaba mientras mi voz pronunciaba las palabras de
aquel conjuro. Una neblina gris comenzó a flotar en círculo sobre el espejo, acompañada
de una brisa cada vez más intensa. Cuando leí la última línea, la neblina se
dejó caer como una tela sobre el cristal... y lo atravesó. De pronto, ya no
estaba en nuestro lado, sino únicamente dentro del espejo. El viento atravesó
el reflejo como si fuera una ventana abierta. Una vez allí, la neblina titiló y
se difuminó.
-¿Crees...
crees que ya está? –preguntó Emily en un susurro. La miré: se mordía el labio,
nerviosa.
Le sonreí
para animarla.
-Venga,
pruébalo.
Titubeó,
pero luego avanzó con firmeza hacia el espejo, y se internó en él. Durante un
instante, no vi a Emily por ninguna parte. Contuve el aliento. Y entonces salió.
Pero ya no era un fantasma, sino una mujer de carne y hueso.
Nos miramos
un instante, emocionados, y luego nos abrazamos. Estaba cálida, y olía a trigo
y miel.
-Eric...
–murmuró en mi oído- Oh, Eric, soy tan feliz. Gracias.
Una de sus
lágrimas resbaló por su barbilla y me cayó en el hombro, mojando mi camiseta
negra.
-De nada,
pequeña.
Me separé
de ella y contemplé su rostro deseando aprendérmelo de memoria. Luego, sin que
lo viera venir, la besé. Me dio igual el posible rechazo, o la timidez que
sentía: era la última vez que nos veríamos, y no iba a quedarme con las ganas.
-¡Eric!
–exclamó cuando nos separamos. No sé qué iba a decir, pero debió ver mi
expresión y enmudeció.
-Sé feliz,
Emily. –dije a modo de despedida. No esperaba que me retuviera, pero lo hizo.
Me sujetó por el brazo y me obligó a mirarla.
-Eric,
¿qué pasa? ¿Qué haces? ¿Por qué te despides? -Callé, pero ella insistió- ¡Eric,
háblame!
-El
conjuro. –Llegué a contestar.- Ha de haber un equilibrio. Si uno vuelve a la
vida, otro debe ocupar su lugar. Para que vivas, debe haber un sacrificio.
Ella se me
había quedado mirando con los ojos muy abiertos.
-No... No
me lo habías dicho. -Intenté soltarme pero ella no me dejó.- No, no voy a dejar
que hagas esto. ¡Tienes una larga vida por delante! ¡No voy a dejarte morir!
Algo se
desató en mi interior, y estallé en lágrimas.
-¿Y por
qué iba a querer vivir? De todas maneras, no tengo nada. Quiero hacerte este
regalo, Emily, déjame hacerlo. Eres la única amiga que he tenido jamás. ¡No
quiero vivir si no estás!
Oí el
bofetón antes de sentirlo.
-¡No! Es
mi última palabra, ¿me oyes?
Volví a
mirarla, con la mejilla roja y caliente. No me esperaba ese gesto. Emily estaba
furiosa y triste.
-Dices que
no quieres vivir sin mí. ¿Y qué hay de mí? ¿Qué pasa si yo tampoco quiero vivir
si tú no estás? - Sus palabras me conmovieron profundamente. Besé su frente, y
dejé mis labios allí un instante eterno.
Y luego la
puerta de entrada se abrió con un estruendo. Nos giramos, sobresaltados, y contemplé
a la persona que menos esperaba en aquel momento. Ethan.
El joven
estaba borracho, con manchas de alcohol y de quién sabe qué sobre toda la
sudadera del equipo de fútbol.
-¡Drácula!
Sa... sabía que estabas aquí. Te vi... subir con ese espejo enorme y pensé:
“¡Anda! El friki este ha encontrado su casa perfecta.” –Ethan se echó a reír
histéricamente, divertido por su propia broma.
-Vete,
Ethan. –le dije. Me preocupaba que su presencia pudiera interferir en el
conjuro, y además, quería despedirme de Emily en paz.
El chico
se acercó a nosotros tambaleante.
-¿Que me
vaya? Tú a mí no mme vaas a dar órdenes, friki. –Ethan me clavaba el índice en
el pecho mientras hablaba. Apestaba a cerveza. Reparó entonces en Emily, y se
giró hacia ella.- ¿Y tú qué? ¿Eres su novia? Estás demasiado buena para el
Draculín, de... deberías venirte conmigo.
Intentó
agarrarla por la cintura, pero de solo imaginar que la tocaba me subió la
sangre a la cabeza. Lo cogí por el cuello de la camisa y lo aparté de mi amiga
de un empujón. No llegó a caerse, pero dio un traspié antes de recuperar el
equilibrio. Se volvió hacia mí, y ya no me pareció tan alto ni tan grande. Pero
después de aquella ofensa, sí que buscaba pelea.
-Te voy a
reventar la cara, Drácula. –masculló, y se lanzó hacia mí. Lo esquivé, y le
devolví el puñetazo. Sin embargo, lo estaba esperando, y volvió a echárseme
encima. En un acto reflejo, lo empujé hacia el frente, lejos de mí.
Ethan
trastabilló, y cayó hacia atrás. Hacia el espejo. Solo la mitad de su cuerpo
traspasó el cristal, cuya consistencia alterada por la magia parecía la de la
gelatina. La superficie del espejo tembló un instante y luego lo engulló, como
una boca que sorbiera un tallarín.
Ni Emily
ni yo vimos nada, ni de un lado ni del otro.
-¿Han
pasado los siete minutos? –pregunté en un susurro.
Ella iba a
contestar, pero no hizo falta. La habitación se vio sacudida por un fuerte
viento, y la fina neblina volvió a atravesar el espejo, esta vez en nuestra
dirección. El humo grisáceo se difuminó, y el cristal del espejo estalló en mil
pedazos.
Cuando la
lluvia de vidrio roto cesó, ya no había duda: el conjuro había terminado. Y
tanto Emily como yo estábamos vivos. Nos quedamos allí de pie, despeinados, sin
saber bien qué hacer.
-A ver
cómo le explico esto a mi padre. –Dije, pensando en el espejo roto.
Emily se
rió y me abrazó. Yo le devolví el abrazo, disfrutando de su calidez.
***
Desde la
calle, una oscura figura de mujer contemplaba la Casa Encantada, aparentemente
relajada. No había intervenido, pero era consciente de todo lo que había
sucedido aquella noche en su interior.
<<Lo
has sentido, ¿verdad?>> Sonó una voz en su cabeza. <<El libro ha despertado.
>>
-Lo sé.
–Contestó la mujer, permitiéndose esbozar una sonrisa.- Ya era hora. Ha pasado
mucho tiempo.
<<Entra
y cógelo>> Apremió la voz <<No podrán detenerte; no están
preparados>>
La mujer
negó con la cabeza.
-No tengas
prisa, querido. Todo llegará. Ese libro volverá a nosotros, tarde o temprano.
Notó la
leve decepción de su interlocutor, pero no le hizo caso. Ella sabía lo que
decía.
La luna
estaba llena aquella noche, y su poder la inundó por dentro, regenerándola. Una
nueva sonrisa, salvaje y peligrosa, se adueñó de su rostro de ébano.
-Volveremos
a vernos, pequeña Emily. –dijo y su voz sonó engañosamente dulce.
Marie dio
media vuelta y se perdió en la noche.
May Parodi
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