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05 febrero, 2015

El Reloj

Nuestro mundo es un caos de violencia y destrucción. Nuestro mundo es el infierno, o eso dicen aquellos que han vivido lo suficiente. Para mí, sin embargo, es el mundo, a secas, porque no llegué a conocer ninguna otra cosa.
Me llamo Ali, y esta es la historia de cómo salvé el mundo.
***
Hace veintitrés años, los galbatorianos invadieron la Tierra. Syntrex, su líder, consiguió lo que sus antecesores no habían logrado: convenció a un humano para que le permitiera el paso. Siempre me ha parecido irónico que unas criaturas tan imponentes y letales como los galbatorianos necesitaran permiso para entrar en planetas ajenos, como si fueran señoras educadas en vez de monstruosos pulpos metálicos con intenciones asesinas, pero supongo que cada especie tiene un punto flaco.
El de los humanos es la estupidez. No en vano, a través de la historia, se nos ha instado a permanecer en casa y no dejar pasar a extraños, que pueden resultar ser monstruos. Somos lo bastante lelos como para necesitar que nos lo recuerden.
Pero aquí estamos, y todo porque algún triste idiota no hizo caso a la razón y le abrió a Syntrex -un ser enorme, con tentáculos, y supongo que con aliento apestoso- las puertas de nuestro mundo de par en par.
-Ali, ¿estás ahí? –Liam, uno de mis colegas, pasa la mano frente a mis ojos, tratando de llamar mi atención.- Te relevo. Ya se ha puesto el sol.
Asiento, agradecida de poder abandonar mi puesto de vigilancia, y me despido, internándome en el entramado de calles en dirección a la Casa Gris. Se trata del único edificio de la Ciudad que se mantuvo casi intacto tras la Primera Invasión. Desde entonces, la Casa Gris es el núcleo de nuestra pequeña civilización, donde se llevan a cabo las reuniones importantes y donde vivimos los soldados, es decir, todos los que protegemos la Ciudad.
Los Mayores dicen que, en comparación con las Ciudades de tiempos anteriores, la nuestra es poco más que un pueblo. No seremos más de doscientas personas, aunque siempre hay gente de paso, y vivimos en un espacio que se reduce a unas pocas calles, aquellas que quedaron cercadas entre escombros y que ahora son relativamente fáciles de proteger. Hemos ido recuperando edificios y estructuras, de manera que no nos falta nada.
Tuvimos suerte: dentro de la Ciudad quedó un hospital. Tenemos acceso al río para obtener agua, y contamos con un invernadero, construido, según cuentan, a partir de un viejo museo cuyo techo quedó arrasado tras un ataque, donde cultivamos hortalizas y víveres. Además, entre las tareas de los soldados se halla la caza, que nos permite de vez en cuando traer carne a la Ciudad.
La guerra no ha terminado, aunque la cosa no pinta bien para nosotros: los galbatorianos ya se han hecho con casi todo el globo, y siguen destruyendo los pocos focos de resistencia que quedan alrededor del mundo. Si nosotros aún estamos aquí se debe en parte a la suerte, porque podrían haber arrasado nuestro hogar hace tiempo.
Hace cinco años, cuando cayó Londres, una de las sedes humanas más resistentes, los galbatorianos parecieron darse un respiro. Se nota que ambos bandos estamos cansados. Esta guerra ha durado demasiado tiempo.
***
Para matar un galbatoriano hay que ser básicamente un superhéroe.
No estoy de coña: aún recuerdo mi entrenamiento cuando no era más que una niña. A mi pelotón y a mí se nos exigía más de lo que cualquier soldado adulto pudiera dar.
-¡Vuestro enemigo no es un igual! –Nos gritaba la entrenadora, la teniente Regina, que había luchado durante la Primera Invasión, mientras nosotros corríamos, exhaustos.- ¡Olvidaos del cansancio, olvidaos del dolor! ¡Si sucumbís ante vuestras debilidades, seréis inferiores! ¡Si sois inferiores, moriréis!
El mensaje caló hondo en mi interior, y pronto me convertí en una de las mejores luchadoras de la Ciudad. Éramos más, por aquel entonces, pero también eran más las bajas. Al menos una vez al mes sufríamos el ataque de algún grupo de galbatorianos.
Al principio, se luchaba con balas. Dentro de la Ciudad, se hallan las ruinas de un centro comercial. En su interior, había una tienda de armas muy bien provista, lo cual jugó a nuestro favor. Sin embargo, con el paso del tiempo, la munición se acabó, y tuvimos que perfeccionar la lucha con lanzas y armas blancas.
Yo tenía ventaja, porque mi amistad con Zach, el médico, me garantizaba de vez en cuando el acceso a químicos con los que fabricar explosivos. Aprendí un par de trucos muy interesantes gracias a mi amigo y su química. Aun así, también los explosivos son finitos, por lo que la lanza se convirtió en la única opción.
Los Mayores, que rigen la Ciudad, enseguida se fijaron en mis capacidades, y a pesar de mi juventud, fui nombrada teniente tras la muerte de Regina, que cayó en uno de los ataques.
***
-Entonces, ¿es verdad? –me pregunta Sean, un soldado rubio e hiperactivo de trece años, que come junto a mí en el comedor de la Casa Gris- ¿Es cierto que nació el día de la Primera Invasión, teniente Ali?
Lo miro largamente, intentando decidir si castigarlo por su osadía, o reírme ante la mirada curiosa e inquisitiva de aquellos enormes ojos grises. Hacía mucho que no lo veía tan animado, y eso me hace decantarme por lo segundo. Ya estamos en guerra: eso es suficiente castigo.
-No lo sé –respondo, mordisqueando una zanahoria. Él baja la cabeza, un tanto decepcionado.- Pero entonces era tan pequeña que quizá tengan razón. Me encontraron en una cuna rota, entre los escombros de un edificio esa misma noche. Era un bebé recién nacido, diminuto. Bien podría haber venido al mundo poco antes.
Sean sigue comiendo, con la atención a medias entre su plato casi vacío y la historia que acabo de contar.
-¿Y sus padres? –Pregunta finalmente, cuando yo ya creía que se había olvidado.- ¿Sobrevivieron?
Mi silencio parece alarmarle, porque el muchacho comienza a disculparse, con un tono formal y demasiado adulto, temeroso de haberme ofendido.
-Teniente Ali, no quería... siento mucho...
-No, tranquilo. No pasa nada. –Le contesto. Dudo, pero finalmente rebusco en mi bolsillo y extraigo una foto vieja y muy doblada. Sean me mira, atento- Mira, esta es mi madre. Es todo lo que tengo de mis padres. Nunca conocí a ninguno de los dos.
El muchacho se fija en la mujer de la foto. Podría tener mi edad, y se parece bastante a mí: tiene el pelo negro suelto y sacudido por la brisa, y sonríe feliz a la cámara. Sus grandes ojos castaños parecen desprender luz propia.
-Es muy guapa. –dice el chico, y su voz vuelve a ser la de un muchacho de trece años.
-Sí, ¿verdad que salí a ella?
Sean se sonroja, sin saber qué responder, y yo no puedo evitar reírme.
***
Zach me ha mandado llamar.
Esta mañana me ha tocado vigilancia, y tras la comida, he estado entrenando a los soldados más jóvenes. He tenido que abandonar mis labores, dejando que Sean dirija los ejercicios de entrenamiento, y ahora camino a paso ligero en dirección al hospital.
Es extraño que Zach me requiera de esta manera. Él es muy consciente de la importancia de los soldados, y de que cumplamos nuestras responsabilidades. Yo misma salvé su vida una vez, cuando, durante uno de los ataques, un galbatoriano penetró en la ciudad hasta el hospital. El enemigo atacó a Zach, que salía del edificio, y solo mi llegada evitó que le provocara la muerte.
Zach es solo un poco mayor que yo. Tiene veintiséis años, y todo lo que sabe lo aprendió de su madre, Lorraine, que murió hace poco por una infección. Zach y yo nos criamos juntos, y a pesar de ser tan diferentes, siempre hemos sido amigos. Él se pasaba el día entre libros, estudiando, y yo entrenaba hasta el cansancio, pero a la noche, siempre nos escabullíamos hasta el tejado del hospital y mirábamos las estrellas, contando chistes e intercambiando descubrimientos.
Es cierto que, desde que soy teniente, nos hemos ido distanciando. Ya casi no nos vemos, porque siempre hay enfermos que él debe atender, y siempre hay enemigos contra los que yo debo luchar. Sé que me echa de menos tanto como yo a él, pero soy consciente de que no es por eso por lo que me llama.
Entro al hospital, donde dos jóvenes aprendices atienden a Joanne, la mayor de todos los habitantes, que se ha hecho daño al caerse y necesita una cura. Cuando me ve, la mayor, Lily, me indica que Zach me espera en los laboratorios. Asiento, con una sonrisa. Dónde sino.
Bajo las escaleras de dos en dos. Los laboratorios del hospital son enormes, y siempre están iluminados con una extraña luz blanca que vibra, y que me pone nerviosa. No sé cómo Zach puede pasar tanto tiempo aquí. Lo veo al fondo, inclinado sobre una mesa de trabajo, muy concentrado.
-Hola. –Saludo, y él se gira de golpe, sobresaltado por mi voz. En el silencio, a mí también me ha sonado rara.
-Hola –me sonríe él. Parece mucho más joven cuando no está frunciendo el ceño. Le devuelvo la sonrisa.- Ven, siéntate. –me invita, acercando un taburete para que lo acompañe.
- ¿Qué pasa? –inquiero, preocupada, al recordar por qué estoy aquí.
Zach se gira hacia mí, y noto que está nervioso. Nunca lo había visto así: Zach es la persona más jovial y tranquila que conozco.
-Lo que voy a contarte no lo sabe nadie más. Ni siquiera los Mayores. De hecho, aún no estoy seguro de que deba contártelo. –Se detiene, y se muerde el labio, debatiéndose. Yo aguardo, en silencio.- Pero, bueno... Se trata de uno de los experimentos de mi madre.
Alzo una ceja, confusa. Lorraine era médico, pero antes de la Invasión se había dedicado principalmente a la investigación. Cuando todo se fue al garete, tuvo que centrarse en la medicina, que era lo que se necesitaba, pero aun así se la seguía conociendo por tener siempre uno o dos proyectos locos entre manos. Como cuando se le ocurrió que podría inventar algo que produjera lluvia a nuestro antojo.
Zach era un ratón de biblioteca, pero su madre no se quedaba atrás. Apenas la vi un par de veces haciendo algo que no fuera tratar heridas o crear imposibles, rodeada de libros y apuntes. Sin embargo, que yo supiera, ninguna de aquellas ideas había llegado a cuajar. Todo se quedaba siempre en el papel.
-Sus inventos no eran viables, Zach. Tú mismo me lo dijiste, hace no mucho. –le recuerdo.
Él sacude la cabeza. El sudor perla su frente.
-Ya, pues estaba equivocado. He estado repasando algunos de sus apuntes, los últimos en los que llegó a trabajar. Y he descubierto esto. –Zach me extiende uno de los papeles. Varias fórmulas matemáticas, para mí completamente indescifrables, rodean un dibujo. Se trata de una especie de reloj de bolsillo, pero con varias ruedas de doce números. Vuelvo a clavar la mirada en Zach, esperando que se explique- ¿No lo ves? Es un reloj de viaje. Mira –Señala con insistencia una de las fórmulas, y yo suspiro, exasperada.
-¿Qué quieres que vea, Zach? No tengo todo el día.
-Con este reloj, se podría viajar en el tiempo.
Diría que me está tomando el pelo, pero no parece que se trate de una broma.
-¿Viajar en el tiempo? –repito, aun sin variar el gesto de incredulidad que se me ha quedado.
-Sí, mira.
Zach extiende la mano y extrae de uno de los cajones un reloj idéntico al del dibujo. Alzo una ceja, pero no lo interrumpo. Va a tirar de una de las manillas, y, antes de que lo haga, una figura se materializa a su espalda. Salto hacia atrás, dejando caer el taburete. La figura es Zach. Un clon de mi amigo está de pie tras él mismo, y los dos me sonríen. El Zach con el que he estado hablando manipula las manecillas, y desaparece, como un holograma.
-¿Ves? –Responde el Zach recién llegado.- He viajado hacia atrás, unos segundos, y he aparecido a mis espaldas. Con el invento de mi madre, cualquier viaje es posible, desde uno que te desplace segundos, hasta otro que te transporte a la época de los dinosaurios.
El corazón me late a mil por hora, negándose a creer lo que acabo de ver. Y entonces, la realidad me alcanza. De pronto, necesito saber cómo funciona.
-Va... vale. Te puedes mover por el tiempo. Pero, ¿y el espacio? Si viajo al futuro, y en cien años esto son solo ruinas, el espacio en el que estoy ahora lo ocupará la tierra y las piedras. ¿Moriría aplastada o sofocada?
-No, no funciona así. – Mi amigo niega con la cabeza.- Tu cuerpo encontraría una superficie sobre la que materializarse.
-De acuerdo. ¿Y el efecto mariposa?
-No lo sé. No me he atrevido a cambiar nada. Pero supongo que habrá que tener cuidado.
-Vaya. –Contesto. Me quedo observando el artilugio, que reposa sobre el escritorio, con auténtico interés.- Es precioso.
Zach sonríe, con un entusiasmo creativo que solo he visto en él y en Lorraine.
-Aún no se te ha ocurrido. –murmura, y aunque me está mirando y ha empleado la segunda persona, no sé si me está hablando a mí, o lo ha dicho para sí.
-¿Qué cosa? –respondo, en el mismo tono.
-Los galbatorianos no pueden acceder a un planeta a menos que un humano los invite a entrar. Por tanto, para que se produjera la Primera Invasión, Syntrex tuvo que convencer a alguien para que lo hiciera. –Zach hace una pausa, supongo que esperando a que ate cabos, pero yo lo sigo mirando sin comprender. Mi amigo chasquea la lengua, y prosigue- Si alguien hubiera detenido a ese humano antes de que cometiera semejante locura, nada de esto habría pasado.
Entonces, lo entiendo.
-Podemos acabar con la guerra antes de que empiece. –Murmuro con un hilo de voz.
De pronto, siento miedo. Terror. ¿Qué pasará con nosotros si cambiamos ese hecho crucial de la historia? ¿Desapareceremos? ¿Dejaré de existir? Por un momento, veo con claridad el vacío de la nada en la que podemos acabar si jugamos con el tiempo.
Sacudo la cabeza, angustiada.
-No, tenemos que consultar con los Mayores. Ellos nos dirán qué hacer. Esto no está bien, Zach. Yo no... –Me dirijo hacia la puerta. Ya no quiero estar allí. De repente, el sonido de la luz blanca del laboratorio me resulta insoportable.
-Ali, espera...
-Hasta luego, Zach. –respondo, ya subiendo las escaleras. El mareo no se me pasa hasta que abandono el edificio, y aún entonces sigo teniendo el estómago revuelto.
***
Han pasado varios días.
Zach no ha intentado hablar conmigo, ni ha hecho nada fuera de lo normal. Yo he seguido con mi rutina. Todo parece funcionar con normalidad, y nuestra Ciudad me resulta insultantemente apacible. Me choca no ver cambios en mi mundo, cuando el descubrimiento del reloj ha cambiado mi visión de él por completo.
Tampoco me he atrevido a hablar con los Mayores. Por un lado, dudo que me crean, y por otro, temo que intenten destruir el reloj. Por mucho temor que me inspire, algo dentro de mí me dice que acabar con él sería un error.
Casi no presto atención a los chicos que hacen flexiones ante mí. Miro al cielo, que está nublado y pronto dejará caer algunas gotas. Me pregunto cuánto tiempo falta para la cena. Tengo hambre.
Y entonces suena el estruendo. El sonido, tan repentino como brutal, nos hiela a todos la sangre. Durante un segundo, el pelotón entero parece haberse convertido en piedra. Al instante siguiente, todos cogemos armamento y corremos hacia la entrada, de donde procede el bullicio.
Rodeamos los escombros que delimitan la zona de entrenamiento, y la aterradora escena aparece ante nuestros ojos. Son muchos. Muchos más de los que he visto nunca. A primera vista, puedo contar varias docenas. Enseguida compruebo que superan el centenar. Están intentando entrar en la ciudad: si no fuera porque los muros de escombros dejan poco espacio, ya lo habrían conseguido.
Los soldados acuden de todas partes corriendo, y están intentando frenar su avance. Mi pelotón y yo llegamos a primera línea, y nos enredamos en la lucha. Soy testigo de cómo muchos de ellos, mayoritariamente los más inexpertos, sucumben ante los letales tentáculos del enemigo. Mi compañero Liam, que tiene la misma edad y experiencia que yo, cae a mi lado, con el cuello roto, y me doy cuenta de que no resistiremos.
-¡Diana! ¡Roger! ¡Id a la Casa Gris y evacuad a cuantos podáis! –Grito órdenes entre lágrimas. Mi voz suena tan metálica y rota como el infernal sonido que emiten los galbatorianos. Uno de ellos chilla, atravesado por mi lanza, y me permito disfrutar de su muerte para calmar el dolor por la pérdida de mis amigos.- ¡Taylor! ¡Fabienne! ¡Evacuad el invernadero y a quien quede por las calles!
Los soldados que he nombrado dan media vuelta y se internan en la Ciudad para obedecer mis órdenes. Me deshago de un enemigo más, con un grito de angustia, y pierdo mi daga favorita con la maniobra. Luego, me doy la vuelta y echo a correr hacia el hospital.
***
Nada más atravesar las puertas del edificio, oigo como algo se derrumba, y sé que han logrado entrar en la Ciudad. Cierro las puertas del hospital a mis espaldas en un inútil gesto, y bajo disparada hacia el laboratorio.
No esperaba que Zach estuviera aquí, por lo que verlo de pie, metiendo apresuradamente libros en una bolsa, me deja de piedra un instante.
-¡Eres un idiota! –grito y avanzo hacia él. Golpeo la mesa, enfurecida, y, sin querer, rompo el cristal. La sangre me corre por los dedos, pero ni siquiera miro la herida.- ¡Acabo de perder a mucha gente! ¡Gente valiente! ¡Y tú te sacrificas por unos libros!
-Yo... ya me iba... pero no podía... –Está llorando, y, por un momento, veo en su rostro afligido al niño que era mi amigo, un chiquillo pelirrojo, descuidado y soñador que amaba mirar conmigo las estrellas.
Algo en mi interior cede, y lo abrazo.
-Lo siento, Zach. No hemos podido protegeros.
Él me devuelve el abrazo, y, cuando nos separamos, pone un objeto en mi mano. Es el reloj.
-No podía irme porque te estaba esperando. –Me dice.- Las manecillas están programadas para llevarte un rato antes de que se produzca la Invitación. Estarás cerca del lugar donde sucedió.
Un fuerte sonido nos anuncia que el enemigo ha accedido al interior del edificio.
-Ven conmigo. –ruego. Él niega.
-Sólo puede ir uno. Y yo no soy un soldado.
Asiento, y dos lágrimas me caen por las mejillas. Lo abrazo otra vez, y esta vez no me retiro. Él me acaricia el pelo.
-¿Cómo.... cómo sabré quién es el humano? –pregunto.
-No lo sé. Pero confío en que lo encontrarás. –me responde.
El estallido de una de las cristaleras precede al galbatoriano, que irrumpe en el laboratorio. Sus tentáculos se mecen amenazadoramente frente a nosotros.
-¡Ahora, Ali! ¡Presiona el botón! –Grita Zach.
Yo asiento, le pongo la lanza en la mano, lo beso en la frente y obedezco.
Llego a ver como el galbatoriano se abalanza sobre nosotros con un chillido metálico antes de que mi visión se nuble por completo.
***
Todo a mi alrededor es ruido, y mis cinco sentidos se ven abarrotados de pronto por todo tipo de estímulos. Me habían advertido que el pasado era un pandemónium de sonidos y colores, pero no me esperaba tanto. Un cartel que aparece y desaparece me anuncia que estoy en Nueva York, en la Octava Avenida, y que son las dos y media de la tarde.
Nunca había visto tantos humanos juntos. Avanzan como una marea insondable. No puedo contener las lágrimas recordando a mi gente. Recordando a Zach, y a tantos otros que han muerto frente a mí. Niego con la cabeza enérgicamente, y me digo que aún no he perdido. Estoy en una misión, y voy a salvarlos a todos.
Echo a andar sin rumbo, buscando algo que me oriente. Es muy frustrante, porque no sé qué estoy buscando. Aquí, humanos hay muchos, pero no tengo ni idea de cuál es el mío. Podría ser cualquiera.
Entonces la veo. Su rostro capta mi atención de inmediato, y hace que, por un instante, mi corazón cese de latir. Nunca la he visto antes, pero me conozco su cara de memoria, gracias a la foto.
Frente a mí, camina mi madre. Se la ve seria, preocupada y distante. Lleva el pelo recogido, y viste una gabardina color carne. La sigo con disimulo, sintiendo como si estuviera en un sueño. No me imaginaba que fuera tan guapa, ni tan perfecta. O será que me lo parece a mí.
La mujer gira una esquina y entra en un edificio. Maldigo por lo bajo, y doy la vuelta, hacia el callejón, buscando la escalera de incendios. Asciendo por ella con la agilidad y seguridad de las que mi entrenamiento me ha dotado. En el primer piso, un hombre mira un partido de fútbol, gritándole a la pantalla de la tele. Nunca había visto una en funcionamiento, pero me sobrepongo a la sorpresa, y continúo hacia arriba.
Ella está en el segundo. Me agacho para que no me vea, y observo. La mujer se quita el abrigo, y coge a un bebé, arrullándolo. Bajo la mirada, incómoda. Sé que ese bebé soy yo, pero me da la impresión de este es un momento íntimo en el que no soy bienvenida. La madre deja el bebé otra vez en la cuna, y le canta.
Su expresión, sin embargo, es de preocupación y duda. Tiene la mirada fija en el enorme espejo de cuerpo entero que hay en la pared. Cuando el bebé se ha dormido, la mujer se pone de pie. Suspira, con cierto nerviosismo y se acerca al espejo. Cuando se halla frente a él, clava su mirada en el cristal y habla.
-Te llamo, Genio. Ven a mí.
Su reflejo desaparece, y contemplo, atónita, como es sustituido por el de un hombre. Hay algo raro en esa imagen, pienso, extrañada. Es un hombre, sí, pero su rostro parece mecánico, artificial. Demasiado perfecto y poco expresivo. Casi robótico. Solo cuando habla comprendo por qué.
-Aquí estoy, señora. –Responde la voz de Syntrex. Lo he oído hablar en sus muchos comunicados exigiendo rendición a los focos de resistencia humanos. En esta ocasión su timbre metálico se ve levemente suavizado por un tono humano. No entiendo como esta mujer ha caído en un truco tan burdo.- ¿Cómo puedo ayudaros?
Así que es mi madre. El humano idiota que abrió la puerta a los destructores de la Tierra fue mi madre. Espero que la estupidez no se lleve en los genes.
-Estoy lista. –Contesta, y Syntrex sonríe. El gesto me pone los pelos de punta.- Pero si hago esto, Genio, traerás a mi marido de vuelta.
¿Por qué lo llama “genio”? Recuerdo esos personajes, de los cuentos que nos contaban los Mayores a los más pequeños. Conceden deseos, pero son traicioneros. Caigo en la cuenta de que la mujer se ha dejado llevar por la superstición y cree que el galbatoriano es una de esas criaturas mágicas.
-Se hará como pedisteis, mi señora. –Concede el ser.- Si me abrís la puerta, traeré conmigo a vuestro marido.
-¿Qué... qué tengo que hacer? –inquiere nerviosa.
-Dadme vuestra sangre. –pide Syntrex. El reflejo extiende el brazo, y retrocedo instintivamente al ver que un tentáculo de metal atraviesa el espejo, casi con timidez, hacia mi madre. Visto así, casi parece inofensivo.
Ella titubea, y yo reacciono. Salto hacia el interior de la vivienda, y me hago con la lámpara de pie que hay junto al sofá. Ambas figuras me miran, y antes de que tengan tiempo para reaccionar, clavo la lámpara en el espejo con un grito de guerra. El cristal parece haber adquirido una textura viscosa, y el arma lo atraviesa sin problemas. Noto como se clava en el cuerpo de Syntrex. Una corriente eléctrica atraviesa la lámpara y fríe al galbatoriano, que chilla de dolor y horror desde el otro lado del espejo. El cristal humea.
En el momento en que el líder de los galbatorianos sucumbe, el portal se cierra. El espejo se rompe, y el trozo de lámpara que estaba de mi lado cae al suelo. La mujer, que ha contemplado toda la escena en un horrorizado silencio, grita en un ataque de pánico.
-¡Sal de mi casa! –me ordena. El bebé empieza a llorar, y su madre se acerca a la cuna.- ¡He dicho que te vayas!
La mujer me lanza una estatuilla, que esquivo sin esfuerzo, y yo pillo el mensaje.
Ya he salvado el mundo, así que nada me retiene en esta habitación. Dedico una última mirada de cariño al bebé y a su histérica madre antes de escabullirme por donde he venido.
***
Ya viene.
Lo llevo notando todo el día, perdiendo recuerdos uno a uno. Mi cuerpo se ha mostrado cada vez más torpe, hasta que he tenido que dejarme caer en un banco, junto a un parque casi vacío. He contemplado como los últimos niños se marchaban a casa con sus padres, y luego me he echado boca arriba sobre el banco, para mirar las estrellas.
Me ha encantado esta breve estancia, de apenas unas horas, en el loco mundo del pasado. Creo que podría acostumbrarme a vivir aquí. Es un lugar caótico, ruidoso, abarrotado e histérico, pero tiene un encanto único. Ahora entiendo la añoranza que veía en los ojos de aquellos habitantes de la Ciudad que habían vivido en esta época.
Pero ahora la Ciudad nunca ha existido ni existirá. Syntrex nunca conquistará la Tierra, y toda mi vida, todo lo que conozco, nunca ocurrirá. No sé qué emoción predomina; si la pena, el terror o el desconcierto. A medida que mi existencia se difumina, a medida que el tiempo se reajusta a sí mismo eliminando los últimos cabos sueltos, cada vez me importa menos.
Nada más salir del edificio de mi madre, busqué en mis bolsillos el reloj, quizá esperando volver, pero ya no estaba. Fue lo primero en desaparecer, supongo que porque es lo que tenía menos probabilidades de existir. Sonrío, recordando mi primera reacción al ver el extraño artilugio.
Alzo la mirada hacia el cielo, y repaso mentalmente las constelaciones que Zach me enseñó. Me pregunto dónde estará mi amigo ahora, y qué será de él. Ahora tendrá una vida segura, llena de posibilidades, al igual que ese bebé que mi madre sostenía. Al igual que todos los que vivieron y murieron en la Ciudad.
Cierro los ojos, y dos lágrimas se escapan. Sonrío, y lo último que pienso es que ojalá que el Zach y la pequeña Ali de este mundo se conozcan algún día y se hagan amigos, para que puedan contemplar las estrellas, como lo hicimos nosotros en su momento.

Mi cuerpo se desvanece, y soy libre.

May Parodi

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