Nuestro
mundo es un caos de violencia y destrucción. Nuestro mundo es el infierno, o
eso dicen aquellos que han vivido lo suficiente. Para mí, sin embargo, es el
mundo, a secas, porque no llegué a conocer ninguna otra cosa.
Me llamo
Ali, y esta es la historia de cómo salvé el mundo.
***
Hace
veintitrés años, los galbatorianos invadieron la Tierra. Syntrex, su líder,
consiguió lo que sus antecesores no habían logrado: convenció a un humano para
que le permitiera el paso. Siempre me ha parecido irónico que unas criaturas
tan imponentes y letales como los galbatorianos necesitaran permiso para entrar
en planetas ajenos, como si fueran señoras educadas en vez de monstruosos
pulpos metálicos con intenciones asesinas, pero supongo que cada especie tiene
un punto flaco.
El de los
humanos es la estupidez. No en vano, a través de la historia, se nos ha instado
a permanecer en casa y no dejar pasar a extraños, que pueden resultar ser
monstruos. Somos lo bastante lelos como para necesitar que nos lo recuerden.
Pero aquí
estamos, y todo porque algún triste idiota no hizo caso a la razón y le abrió a
Syntrex -un ser enorme, con tentáculos, y supongo que con aliento apestoso- las
puertas de nuestro mundo de par en par.
-Ali,
¿estás ahí? –Liam, uno de mis colegas, pasa la mano frente a mis ojos, tratando
de llamar mi atención.- Te relevo. Ya se ha puesto el sol.
Asiento,
agradecida de poder abandonar mi puesto de vigilancia, y me despido,
internándome en el entramado de calles en dirección a la Casa Gris. Se trata
del único edificio de la Ciudad que se mantuvo casi intacto tras la Primera Invasión.
Desde entonces, la Casa Gris es el núcleo de nuestra pequeña civilización,
donde se llevan a cabo las reuniones importantes y donde vivimos los soldados,
es decir, todos los que protegemos la Ciudad.
Los Mayores
dicen que, en comparación con las Ciudades de tiempos anteriores, la nuestra es
poco más que un pueblo. No seremos más de doscientas personas, aunque siempre
hay gente de paso, y vivimos en un espacio que se reduce a unas pocas calles,
aquellas que quedaron cercadas entre escombros y que ahora son relativamente
fáciles de proteger. Hemos ido recuperando edificios y estructuras, de manera
que no nos falta nada.
Tuvimos
suerte: dentro de la Ciudad quedó un hospital. Tenemos acceso al río para
obtener agua, y contamos con un invernadero, construido, según cuentan, a
partir de un viejo museo cuyo techo quedó arrasado tras un ataque, donde
cultivamos hortalizas y víveres. Además, entre las tareas de los soldados se
halla la caza, que nos permite de vez en cuando traer carne a la Ciudad.
La guerra no
ha terminado, aunque la cosa no pinta bien para nosotros: los galbatorianos ya
se han hecho con casi todo el globo, y siguen destruyendo los pocos focos de
resistencia que quedan alrededor del mundo. Si nosotros aún estamos aquí se
debe en parte a la suerte, porque podrían haber arrasado nuestro hogar hace
tiempo.
Hace cinco
años, cuando cayó Londres, una de las sedes humanas más resistentes, los
galbatorianos parecieron darse un respiro. Se nota que ambos bandos estamos
cansados. Esta guerra ha durado demasiado tiempo.
***
Para matar
un galbatoriano hay que ser básicamente un superhéroe.
No estoy
de coña: aún recuerdo mi entrenamiento cuando no era más que una niña. A mi
pelotón y a mí se nos exigía más de lo que cualquier soldado adulto pudiera
dar.
-¡Vuestro
enemigo no es un igual! –Nos gritaba la entrenadora, la teniente Regina, que
había luchado durante la Primera Invasión, mientras nosotros corríamos,
exhaustos.- ¡Olvidaos del cansancio, olvidaos del dolor! ¡Si sucumbís ante
vuestras debilidades, seréis inferiores! ¡Si sois inferiores, moriréis!
El mensaje
caló hondo en mi interior, y pronto me convertí en una de las mejores
luchadoras de la Ciudad. Éramos más, por aquel entonces, pero también eran más
las bajas. Al menos una vez al mes sufríamos el ataque de algún grupo de
galbatorianos.
Al
principio, se luchaba con balas. Dentro de la Ciudad, se hallan las ruinas de
un centro comercial. En su interior, había una tienda de armas muy bien
provista, lo cual jugó a nuestro favor. Sin embargo, con el paso del tiempo, la
munición se acabó, y tuvimos que perfeccionar la lucha con lanzas y armas
blancas.
Yo tenía
ventaja, porque mi amistad con Zach, el médico, me garantizaba de vez en cuando
el acceso a químicos con los que fabricar explosivos. Aprendí un par de trucos
muy interesantes gracias a mi amigo y su química. Aun así, también los
explosivos son finitos, por lo que la lanza se convirtió en la única opción.
Los Mayores,
que rigen la Ciudad, enseguida se fijaron en mis capacidades, y a pesar de mi
juventud, fui nombrada teniente tras la muerte de Regina, que cayó en uno de
los ataques.
***
-Entonces,
¿es verdad? –me pregunta Sean, un soldado rubio e hiperactivo de trece años,
que come junto a mí en el comedor de la Casa Gris- ¿Es cierto que nació el día de
la Primera Invasión, teniente Ali?
Lo miro
largamente, intentando decidir si castigarlo por su osadía, o reírme ante la
mirada curiosa e inquisitiva de aquellos enormes ojos grises. Hacía mucho que
no lo veía tan animado, y eso me hace decantarme por lo segundo. Ya estamos en
guerra: eso es suficiente castigo.
-No lo sé
–respondo, mordisqueando una zanahoria. Él baja la cabeza, un tanto
decepcionado.- Pero entonces era tan pequeña que quizá tengan razón. Me
encontraron en una cuna rota, entre los escombros de un edificio esa misma
noche. Era un bebé recién nacido, diminuto. Bien podría haber venido al mundo
poco antes.
Sean sigue
comiendo, con la atención a medias entre su plato casi vacío y la historia que
acabo de contar.
-¿Y sus
padres? –Pregunta finalmente, cuando yo ya creía que se había olvidado.-
¿Sobrevivieron?
Mi
silencio parece alarmarle, porque el muchacho comienza a disculparse, con un
tono formal y demasiado adulto, temeroso de haberme ofendido.
-Teniente
Ali, no quería... siento mucho...
-No,
tranquilo. No pasa nada. –Le contesto. Dudo, pero finalmente rebusco en mi
bolsillo y extraigo una foto vieja y muy doblada. Sean me mira, atento- Mira,
esta es mi madre. Es todo lo que tengo de mis padres. Nunca conocí a ninguno de
los dos.
El muchacho
se fija en la mujer de la foto. Podría tener mi edad, y se parece bastante a
mí: tiene el pelo negro suelto y sacudido por la brisa, y sonríe feliz a la
cámara. Sus grandes ojos castaños parecen desprender luz propia.
-Es muy
guapa. –dice el chico, y su voz vuelve a ser la de un muchacho de trece años.
-Sí,
¿verdad que salí a ella?
Sean se
sonroja, sin saber qué responder, y yo no puedo evitar reírme.
***
Zach me ha
mandado llamar.
Esta
mañana me ha tocado vigilancia, y tras la comida, he estado entrenando a los
soldados más jóvenes. He tenido que abandonar mis labores, dejando que Sean
dirija los ejercicios de entrenamiento, y ahora camino a paso ligero en
dirección al hospital.
Es extraño
que Zach me requiera de esta manera. Él es muy consciente de la importancia de
los soldados, y de que cumplamos nuestras responsabilidades. Yo misma salvé su
vida una vez, cuando, durante uno de los ataques, un galbatoriano penetró en la
ciudad hasta el hospital. El enemigo atacó a Zach, que salía del edificio, y
solo mi llegada evitó que le provocara la muerte.
Zach es
solo un poco mayor que yo. Tiene veintiséis años, y todo lo que sabe lo
aprendió de su madre, Lorraine, que murió hace poco por una infección. Zach y
yo nos criamos juntos, y a pesar de ser tan diferentes, siempre hemos sido
amigos. Él se pasaba el día entre libros, estudiando, y yo entrenaba hasta el
cansancio, pero a la noche, siempre nos escabullíamos hasta el tejado del
hospital y mirábamos las estrellas, contando chistes e intercambiando
descubrimientos.
Es cierto
que, desde que soy teniente, nos hemos ido distanciando. Ya casi no nos vemos,
porque siempre hay enfermos que él debe atender, y siempre hay enemigos contra
los que yo debo luchar. Sé que me echa de menos tanto como yo a él, pero soy
consciente de que no es por eso por lo que me llama.
Entro al
hospital, donde dos jóvenes aprendices atienden a Joanne, la mayor de todos los
habitantes, que se ha hecho daño al caerse y necesita una cura. Cuando me ve,
la mayor, Lily, me indica que Zach me espera en los laboratorios. Asiento, con
una sonrisa. Dónde sino.
Bajo las
escaleras de dos en dos. Los laboratorios del hospital son enormes, y siempre
están iluminados con una extraña luz blanca que vibra, y que me pone nerviosa.
No sé cómo Zach puede pasar tanto tiempo aquí. Lo veo al fondo, inclinado sobre
una mesa de trabajo, muy concentrado.
-Hola.
–Saludo, y él se gira de golpe, sobresaltado por mi voz. En el silencio, a mí
también me ha sonado rara.
-Hola –me
sonríe él. Parece mucho más joven cuando no está frunciendo el ceño. Le
devuelvo la sonrisa.- Ven, siéntate. –me invita, acercando un taburete para que
lo acompañe.
- ¿Qué
pasa? –inquiero, preocupada, al recordar por qué estoy aquí.
Zach se
gira hacia mí, y noto que está nervioso. Nunca lo había visto así: Zach es la
persona más jovial y tranquila que conozco.
-Lo que
voy a contarte no lo sabe nadie más. Ni siquiera los Mayores. De hecho, aún no
estoy seguro de que deba contártelo. –Se detiene, y se muerde el labio,
debatiéndose. Yo aguardo, en silencio.- Pero, bueno... Se trata de uno de los
experimentos de mi madre.
Alzo una
ceja, confusa. Lorraine era médico, pero antes de la Invasión se había dedicado
principalmente a la investigación. Cuando todo se fue al garete, tuvo que
centrarse en la medicina, que era lo que se necesitaba, pero aun así se la
seguía conociendo por tener siempre uno o dos proyectos locos entre manos. Como
cuando se le ocurrió que podría inventar algo que produjera lluvia a nuestro
antojo.
Zach era
un ratón de biblioteca, pero su madre no se quedaba atrás. Apenas la vi un par
de veces haciendo algo que no fuera tratar heridas o crear imposibles, rodeada
de libros y apuntes. Sin embargo, que yo supiera, ninguna de aquellas ideas
había llegado a cuajar. Todo se quedaba siempre en el papel.
-Sus
inventos no eran viables, Zach. Tú mismo me lo dijiste, hace no mucho. –le
recuerdo.
Él sacude
la cabeza. El sudor perla su frente.
-Ya, pues
estaba equivocado. He estado repasando algunos de sus apuntes, los últimos en
los que llegó a trabajar. Y he descubierto esto. –Zach me extiende uno de los
papeles. Varias fórmulas matemáticas, para mí completamente indescifrables,
rodean un dibujo. Se trata de una especie de reloj de bolsillo, pero con varias
ruedas de doce números. Vuelvo a clavar la mirada en Zach, esperando que se
explique- ¿No lo ves? Es un reloj de viaje. Mira –Señala con insistencia una de
las fórmulas, y yo suspiro, exasperada.
-¿Qué
quieres que vea, Zach? No tengo todo el día.
-Con este
reloj, se podría viajar en el tiempo.
Diría que
me está tomando el pelo, pero no parece que se trate de una broma.
-¿Viajar
en el tiempo? –repito, aun sin variar el gesto de incredulidad que se me ha
quedado.
-Sí, mira.
Zach
extiende la mano y extrae de uno de los cajones un reloj idéntico al del
dibujo. Alzo una ceja, pero no lo interrumpo. Va a tirar de una de las
manillas, y, antes de que lo haga, una figura se materializa a su espalda.
Salto hacia atrás, dejando caer el taburete. La figura es Zach. Un clon de mi
amigo está de pie tras él mismo, y los dos me sonríen. El Zach con el que he
estado hablando manipula las manecillas, y desaparece, como un holograma.
-¿Ves?
–Responde el Zach recién llegado.- He viajado hacia atrás, unos segundos, y he
aparecido a mis espaldas. Con el invento de mi madre, cualquier viaje es
posible, desde uno que te desplace segundos, hasta otro que te transporte a la
época de los dinosaurios.
El corazón
me late a mil por hora, negándose a creer lo que acabo de ver. Y entonces, la
realidad me alcanza. De pronto, necesito saber cómo funciona.
-Va...
vale. Te puedes mover por el tiempo. Pero, ¿y el espacio? Si viajo al futuro, y
en cien años esto son solo ruinas, el espacio en el que estoy ahora lo ocupará
la tierra y las piedras. ¿Moriría aplastada o sofocada?
-No, no
funciona así. – Mi amigo niega con la cabeza.- Tu cuerpo encontraría una
superficie sobre la que materializarse.
-De
acuerdo. ¿Y el efecto mariposa?
-No lo sé.
No me he atrevido a cambiar nada. Pero supongo que habrá que tener cuidado.
-Vaya.
–Contesto. Me quedo observando el artilugio, que reposa sobre el escritorio,
con auténtico interés.- Es precioso.
Zach
sonríe, con un entusiasmo creativo que solo he visto en él y en Lorraine.
-Aún no se
te ha ocurrido. –murmura, y aunque me está mirando y ha empleado la segunda
persona, no sé si me está hablando a mí, o lo ha dicho para sí.
-¿Qué
cosa? –respondo, en el mismo tono.
-Los
galbatorianos no pueden acceder a un planeta a menos que un humano los invite a
entrar. Por tanto, para que se produjera la Primera Invasión, Syntrex tuvo que
convencer a alguien para que lo hiciera. –Zach hace una pausa, supongo que
esperando a que ate cabos, pero yo lo sigo mirando sin comprender. Mi amigo
chasquea la lengua, y prosigue- Si alguien hubiera detenido a ese humano antes
de que cometiera semejante locura, nada de esto habría pasado.
Entonces,
lo entiendo.
-Podemos
acabar con la guerra antes de que empiece. –Murmuro con un hilo de voz.
De pronto,
siento miedo. Terror. ¿Qué pasará con nosotros si cambiamos ese hecho crucial
de la historia? ¿Desapareceremos? ¿Dejaré de existir? Por un momento, veo con
claridad el vacío de la nada en la que podemos acabar si jugamos con el tiempo.
Sacudo la
cabeza, angustiada.
-No, tenemos
que consultar con los Mayores. Ellos nos dirán qué hacer. Esto no está bien,
Zach. Yo no... –Me dirijo hacia la puerta. Ya no quiero estar allí. De repente,
el sonido de la luz blanca del laboratorio me resulta insoportable.
-Ali,
espera...
-Hasta luego,
Zach. –respondo, ya subiendo las escaleras. El mareo no se me pasa hasta que
abandono el edificio, y aún entonces sigo teniendo el estómago revuelto.
***
Han pasado
varios días.
Zach no ha
intentado hablar conmigo, ni ha hecho nada fuera de lo normal. Yo he seguido
con mi rutina. Todo parece funcionar con normalidad, y nuestra Ciudad me
resulta insultantemente apacible. Me choca no ver cambios en mi mundo, cuando
el descubrimiento del reloj ha cambiado mi visión de él por completo.
Tampoco me
he atrevido a hablar con los Mayores. Por un lado, dudo que me crean, y por otro,
temo que intenten destruir el reloj. Por mucho temor que me inspire, algo
dentro de mí me dice que acabar con él sería un error.
Casi no
presto atención a los chicos que hacen flexiones ante mí. Miro al cielo, que
está nublado y pronto dejará caer algunas gotas. Me pregunto cuánto tiempo
falta para la cena. Tengo hambre.
Y entonces
suena el estruendo. El sonido, tan repentino como brutal, nos hiela a todos la
sangre. Durante un segundo, el pelotón entero parece haberse convertido en
piedra. Al instante siguiente, todos cogemos armamento y corremos hacia la
entrada, de donde procede el bullicio.
Rodeamos
los escombros que delimitan la zona de entrenamiento, y la aterradora escena
aparece ante nuestros ojos. Son muchos. Muchos más de los que he visto nunca. A
primera vista, puedo contar varias docenas. Enseguida compruebo que superan el
centenar. Están intentando entrar en la ciudad: si no fuera porque los muros de
escombros dejan poco espacio, ya lo habrían conseguido.
Los
soldados acuden de todas partes corriendo, y están intentando frenar su avance.
Mi pelotón y yo llegamos a primera línea, y nos enredamos en la lucha. Soy
testigo de cómo muchos de ellos, mayoritariamente los más inexpertos, sucumben
ante los letales tentáculos del enemigo. Mi compañero Liam, que tiene la misma
edad y experiencia que yo, cae a mi lado, con el cuello roto, y me doy cuenta
de que no resistiremos.
-¡Diana!
¡Roger! ¡Id a la Casa Gris y evacuad a cuantos podáis! –Grito órdenes entre
lágrimas. Mi voz suena tan metálica y rota como el infernal sonido que emiten
los galbatorianos. Uno de ellos chilla, atravesado por mi lanza, y me permito
disfrutar de su muerte para calmar el dolor por la pérdida de mis amigos.-
¡Taylor! ¡Fabienne! ¡Evacuad el invernadero y a quien quede por las calles!
Los
soldados que he nombrado dan media vuelta y se internan en la Ciudad para
obedecer mis órdenes. Me deshago de un enemigo más, con un grito de angustia, y
pierdo mi daga favorita con la maniobra. Luego, me doy la vuelta y echo a
correr hacia el hospital.
***
Nada más
atravesar las puertas del edificio, oigo como algo se derrumba, y sé que han
logrado entrar en la Ciudad. Cierro las puertas del hospital a mis espaldas en
un inútil gesto, y bajo disparada hacia el laboratorio.
No
esperaba que Zach estuviera aquí, por lo que verlo de pie, metiendo
apresuradamente libros en una bolsa, me deja de piedra un instante.
-¡Eres un
idiota! –grito y avanzo hacia él. Golpeo la mesa, enfurecida, y, sin querer,
rompo el cristal. La sangre me corre por los dedos, pero ni siquiera miro la
herida.- ¡Acabo de perder a mucha gente! ¡Gente valiente! ¡Y tú te sacrificas
por unos libros!
-Yo... ya
me iba... pero no podía... –Está llorando, y, por un momento, veo en su rostro
afligido al niño que era mi amigo, un chiquillo pelirrojo, descuidado y soñador
que amaba mirar conmigo las estrellas.
Algo en mi
interior cede, y lo abrazo.
-Lo
siento, Zach. No hemos podido protegeros.
Él me
devuelve el abrazo, y, cuando nos separamos, pone un objeto en mi mano. Es el
reloj.
-No podía
irme porque te estaba esperando. –Me dice.- Las manecillas están programadas
para llevarte un rato antes de que se produzca la Invitación. Estarás cerca del
lugar donde sucedió.
Un fuerte
sonido nos anuncia que el enemigo ha accedido al interior del edificio.
-Ven
conmigo. –ruego. Él niega.
-Sólo
puede ir uno. Y yo no soy un soldado.
Asiento, y
dos lágrimas me caen por las mejillas. Lo abrazo otra vez, y esta vez no me
retiro. Él me acaricia el pelo.
-¿Cómo....
cómo sabré quién es el humano? –pregunto.
-No lo sé.
Pero confío en que lo encontrarás. –me responde.
El
estallido de una de las cristaleras precede al galbatoriano, que irrumpe en el
laboratorio. Sus tentáculos se mecen amenazadoramente frente a nosotros.
-¡Ahora,
Ali! ¡Presiona el botón! –Grita Zach.
Yo
asiento, le pongo la lanza en la mano, lo beso en la frente y obedezco.
Llego a
ver como el galbatoriano se abalanza sobre nosotros con un chillido metálico
antes de que mi visión se nuble por completo.
***
Todo a mi
alrededor es ruido, y mis cinco sentidos se ven abarrotados de pronto por todo
tipo de estímulos. Me habían advertido que el pasado era un pandemónium de sonidos
y colores, pero no me esperaba tanto. Un cartel que aparece y desaparece me
anuncia que estoy en Nueva York, en la Octava Avenida, y que son las dos y
media de la tarde.
Nunca
había visto tantos humanos juntos. Avanzan como una marea insondable. No puedo
contener las lágrimas recordando a mi gente. Recordando a Zach, y a tantos
otros que han muerto frente a mí. Niego con la cabeza enérgicamente, y me digo
que aún no he perdido. Estoy en una misión, y voy a salvarlos a todos.
Echo a
andar sin rumbo, buscando algo que me oriente. Es muy frustrante, porque no sé
qué estoy buscando. Aquí, humanos hay muchos, pero no tengo ni idea de cuál es
el mío. Podría ser cualquiera.
Entonces
la veo. Su rostro capta mi atención de inmediato, y hace que, por un instante,
mi corazón cese de latir. Nunca la he visto antes, pero me conozco su cara de
memoria, gracias a la foto.
Frente a
mí, camina mi madre. Se la ve seria, preocupada y distante. Lleva el pelo
recogido, y viste una gabardina color carne. La sigo con disimulo, sintiendo
como si estuviera en un sueño. No me imaginaba que fuera tan guapa, ni tan
perfecta. O será que me lo parece a mí.
La mujer
gira una esquina y entra en un edificio. Maldigo por lo bajo, y doy la vuelta,
hacia el callejón, buscando la escalera de incendios. Asciendo por ella con la
agilidad y seguridad de las que mi entrenamiento me ha dotado. En el primer
piso, un hombre mira un partido de fútbol, gritándole a la pantalla de la tele.
Nunca había visto una en funcionamiento, pero me sobrepongo a la sorpresa, y
continúo hacia arriba.
Ella está
en el segundo. Me agacho para que no me vea, y observo. La mujer se quita el
abrigo, y coge a un bebé, arrullándolo. Bajo la mirada, incómoda. Sé que ese
bebé soy yo, pero me da la impresión de este es un momento íntimo en el que no
soy bienvenida. La madre deja el bebé otra vez en la cuna, y le canta.
Su
expresión, sin embargo, es de preocupación y duda. Tiene la mirada fija en el
enorme espejo de cuerpo entero que hay en la pared. Cuando el bebé se ha
dormido, la mujer se pone de pie. Suspira, con cierto nerviosismo y se acerca
al espejo. Cuando se halla frente a él, clava su mirada en el cristal y habla.
-Te llamo,
Genio. Ven a mí.
Su reflejo
desaparece, y contemplo, atónita, como es sustituido por el de un hombre. Hay
algo raro en esa imagen, pienso, extrañada. Es un hombre, sí, pero su rostro
parece mecánico, artificial. Demasiado perfecto y poco expresivo. Casi
robótico. Solo cuando habla comprendo por qué.
-Aquí
estoy, señora. –Responde la voz de Syntrex. Lo he oído hablar en sus muchos
comunicados exigiendo rendición a los focos de resistencia humanos. En esta
ocasión su timbre metálico se ve levemente suavizado por un tono humano. No
entiendo como esta mujer ha caído en un truco tan burdo.- ¿Cómo puedo ayudaros?
Así que es
mi madre. El humano idiota que abrió la puerta a los destructores de la Tierra
fue mi madre. Espero que la estupidez no se lleve en los genes.
-Estoy
lista. –Contesta, y Syntrex sonríe. El gesto me pone los pelos de punta.- Pero
si hago esto, Genio, traerás a mi marido de vuelta.
¿Por qué
lo llama “genio”? Recuerdo esos personajes, de los cuentos que nos contaban los
Mayores a los más pequeños. Conceden deseos, pero son traicioneros. Caigo en la
cuenta de que la mujer se ha dejado llevar por la superstición y cree que el galbatoriano
es una de esas criaturas mágicas.
-Se hará
como pedisteis, mi señora. –Concede el ser.- Si me abrís la puerta, traeré
conmigo a vuestro marido.
-¿Qué...
qué tengo que hacer? –inquiere nerviosa.
-Dadme
vuestra sangre. –pide Syntrex. El reflejo extiende el brazo, y retrocedo
instintivamente al ver que un tentáculo de metal atraviesa el espejo, casi con
timidez, hacia mi madre. Visto así, casi parece inofensivo.
Ella
titubea, y yo reacciono. Salto hacia el interior de la vivienda, y me hago con
la lámpara de pie que hay junto al sofá. Ambas figuras me miran, y antes de que
tengan tiempo para reaccionar, clavo la lámpara en el espejo con un grito de
guerra. El cristal parece haber adquirido una textura viscosa, y el arma lo
atraviesa sin problemas. Noto como se clava en el cuerpo de Syntrex. Una
corriente eléctrica atraviesa la lámpara y fríe al galbatoriano, que chilla de
dolor y horror desde el otro lado del espejo. El cristal humea.
En el
momento en que el líder de los galbatorianos sucumbe, el portal se cierra. El
espejo se rompe, y el trozo de lámpara que estaba de mi lado cae al suelo. La
mujer, que ha contemplado toda la escena en un horrorizado silencio, grita en
un ataque de pánico.
-¡Sal de
mi casa! –me ordena. El bebé empieza a llorar, y su madre se acerca a la cuna.-
¡He dicho que te vayas!
La mujer
me lanza una estatuilla, que esquivo sin esfuerzo, y yo pillo el mensaje.
Ya he
salvado el mundo, así que nada me retiene en esta habitación. Dedico una última
mirada de cariño al bebé y a su histérica madre antes de escabullirme por donde
he venido.
***
Ya viene.
Lo llevo
notando todo el día, perdiendo recuerdos uno a uno. Mi cuerpo se ha mostrado
cada vez más torpe, hasta que he tenido que dejarme caer en un banco, junto a
un parque casi vacío. He contemplado como los últimos niños se marchaban a casa
con sus padres, y luego me he echado boca arriba sobre el banco, para mirar las
estrellas.
Me ha
encantado esta breve estancia, de apenas unas horas, en el loco mundo del
pasado. Creo que podría acostumbrarme a vivir aquí. Es un lugar caótico,
ruidoso, abarrotado e histérico, pero tiene un encanto único. Ahora entiendo la
añoranza que veía en los ojos de aquellos habitantes de la Ciudad que habían vivido
en esta época.
Pero ahora
la Ciudad nunca ha existido ni existirá. Syntrex nunca conquistará la Tierra, y
toda mi vida, todo lo que conozco, nunca ocurrirá. No sé qué emoción predomina;
si la pena, el terror o el desconcierto. A medida que mi existencia se
difumina, a medida que el tiempo se reajusta a sí mismo eliminando los últimos
cabos sueltos, cada vez me importa menos.
Nada más
salir del edificio de mi madre, busqué en mis bolsillos el reloj, quizá
esperando volver, pero ya no estaba. Fue lo primero en desaparecer, supongo que
porque es lo que tenía menos probabilidades de existir. Sonrío, recordando mi
primera reacción al ver el extraño artilugio.
Alzo la
mirada hacia el cielo, y repaso mentalmente las constelaciones que Zach me
enseñó. Me pregunto dónde estará mi amigo ahora, y qué será de él. Ahora tendrá
una vida segura, llena de posibilidades, al igual que ese bebé que mi madre
sostenía. Al igual que todos los que vivieron y murieron en la Ciudad.
Cierro los
ojos, y dos lágrimas se escapan. Sonrío, y lo último que pienso es que ojalá
que el Zach y la pequeña Ali de este mundo se conozcan algún día y se hagan
amigos, para que puedan contemplar las estrellas, como lo hicimos nosotros en
su momento.
Mi cuerpo
se desvanece, y soy libre.
May Parodi
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