Hace mucho
tiempo, hubo una vez una diminuta muñequita de cristal, una bailarina, que
vivía dentro de una caja oscura y fría. La bailarina quería ver la luz de fuera
de la caja, porque era consciente, de algún modo, de que su cuerpo de cristal
brillaría y desplegaría toda su hermosura en el mundo exterior.
Pero la
caja estaba bien cerrada, y nadie la abría nunca, por más que la bailarina
llorara y suplicara cada día. No se sentía completa, y su existencia parecía
carente de sentido, al menos mientras no pudiera escapar de su encierro.
Un día, un
ser humano encontró la caja y la cogió entre sus manos. La bailarina supuso que
la persona se estaría debatiendo entre liberarla o no hacerlo, de modo que
gritó, aunque fuera incapaz de producir sonido, intentando llamar su atención.
Finalmente, el humano, que era un niño, abrió el recipiente y permitió que la
luz se colara por los recovecos de la caja.
No había
nada más hermoso, pensó la bailarina, que el mundo que estaba descubriendo. La
delicada luz producía destellos brillantes a su alrededor, y la rodeaba con la
belleza más exquisita que hubiera podido imaginar. Los colores bailaban dentro
de su antaño sombría caja, y la maravilla del momento la dejó perpleja y
embobada por largo rato.
Finalmente,
se giró hacia su salvador, deseando tener una voz con la que agradecerle
apropiadamente el tan esperado gesto. El cabello claro del muchacho era liso, y
lo llevaba lo bastante largo como para que le cubriera los ojos grises. Sin
embargo, a pesar de casi no poder verlos, la bailarina supo que estaban
clavados en ella, estudiándola.
El chico,
tras esperar quieto y en silencio unos instantes, alargó la mano y la cogió. La
bailarina ahogó un grito de sorpresa. Odiaba la sensación de ser sostenida por
otro. A pesar de ello, no se quejó, porque le debía la libertad a aquel
muchacho. Desde su nueva posición, sobre la mano del niño, tenía unas vistas
del mundo exterior mucho mejores. Era, desde luego, un mundo lleno de cosas
nuevas por descubrir. Sus ojos de cristal brillaron de emoción.
Algo la
distrajo, y, de pronto, ya no le prestó atención a su entorno. Estaba asustada,
aterrorizada. Porque esos ojos grises ya no eran amables. Si es que alguna vez
lo habían sido. Esa mirada de hierro le provocaba escalofríos. Todo lo que
quería era que la volvieran a colocar en su cajita, tan segura, que la
guardaran y la apartaran del escrutinio del chico. Su palma estaba caliente en
contraste con el frescor que la acariciaba en su caja, y la bailarina se puso a
llorar, anhelando volver a su prisión.
Entonces,
el chico, ya aburrido, colocó a la bailarina suavemente en el suelo y la pisó
con violencia. Su cuerpo de cristal se hizo añicos, y los destellos brillantes
volaron libres esparciéndose por todo el suelo de madera. El niño de ojos
grises pateó la caja hasta destrozarla, y abandonó la habitación, buscando,
seguramente, alguna otra cosa que destrozar.
Una de las
piezas de la bailarina, la pieza que había sido la cabeza, yacía semi escondida
bajo el escritorio. Sus ojos brillantes, alumbrados por un tenue rayo de luz,
dejaron escapar una última lágrima antes de morir.
May Parodi
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