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05 febrero, 2015

La Bailarina de la Caja

Hace mucho tiempo, hubo una vez una diminuta muñequita de cristal, una bailarina, que vivía dentro de una caja oscura y fría. La bailarina quería ver la luz de fuera de la caja, porque era consciente, de algún modo, de que su cuerpo de cristal brillaría y desplegaría toda su hermosura en el mundo exterior.
Pero la caja estaba bien cerrada, y nadie la abría nunca, por más que la bailarina llorara y suplicara cada día. No se sentía completa, y su existencia parecía carente de sentido, al menos mientras no pudiera escapar de su encierro.
Un día, un ser humano encontró la caja y la cogió entre sus manos. La bailarina supuso que la persona se estaría debatiendo entre liberarla o no hacerlo, de modo que gritó, aunque fuera incapaz de producir sonido, intentando llamar su atención. Finalmente, el humano, que era un niño, abrió el recipiente y permitió que la luz se colara por los recovecos de la caja.
No había nada más hermoso, pensó la bailarina, que el mundo que estaba descubriendo. La delicada luz producía destellos brillantes a su alrededor, y la rodeaba con la belleza más exquisita que hubiera podido imaginar. Los colores bailaban dentro de su antaño sombría caja, y la maravilla del momento la dejó perpleja y embobada por largo rato.
Finalmente, se giró hacia su salvador, deseando tener una voz con la que agradecerle apropiadamente el tan esperado gesto. El cabello claro del muchacho era liso, y lo llevaba lo bastante largo como para que le cubriera los ojos grises. Sin embargo, a pesar de casi no poder verlos, la bailarina supo que estaban clavados en ella, estudiándola.
El chico, tras esperar quieto y en silencio unos instantes, alargó la mano y la cogió. La bailarina ahogó un grito de sorpresa. Odiaba la sensación de ser sostenida por otro. A pesar de ello, no se quejó, porque le debía la libertad a aquel muchacho. Desde su nueva posición, sobre la mano del niño, tenía unas vistas del mundo exterior mucho mejores. Era, desde luego, un mundo lleno de cosas nuevas por descubrir. Sus ojos de cristal brillaron de emoción.
Algo la distrajo, y, de pronto, ya no le prestó atención a su entorno. Estaba asustada, aterrorizada. Porque esos ojos grises ya no eran amables. Si es que alguna vez lo habían sido. Esa mirada de hierro le provocaba escalofríos. Todo lo que quería era que la volvieran a colocar en su cajita, tan segura, que la guardaran y la apartaran del escrutinio del chico. Su palma estaba caliente en contraste con el frescor que la acariciaba en su caja, y la bailarina se puso a llorar, anhelando volver a su prisión.
Entonces, el chico, ya aburrido, colocó a la bailarina suavemente en el suelo y la pisó con violencia. Su cuerpo de cristal se hizo añicos, y los destellos brillantes volaron libres esparciéndose por todo el suelo de madera. El niño de ojos grises pateó la caja hasta destrozarla, y abandonó la habitación, buscando, seguramente, alguna otra cosa que destrozar.

Una de las piezas de la bailarina, la pieza que había sido la cabeza, yacía semi escondida bajo el escritorio. Sus ojos brillantes, alumbrados por un tenue rayo de luz, dejaron escapar una última lágrima antes de morir.

May Parodi

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