Tengo un
monstruo en mi interior. Es un monstruo que lleva conmigo desde que tengo
conciencia, un ente cruel y despiadado al que me gusta llamar Hambre. No me
refiero al hambre que se siente cuando se lleva sin comer un par de horas; me
refiero a un Hambre más profunda, duradera. Un Hambre que te encoge las tripas,
que te detiene en el tiempo, que te consume. El Hambre es necesidad, pobreza,
no tener lo suficiente para vivir. Es un Hambre omnipresente, una sensación que
te quita el sueño, que te drena la sangre. Es un Hambre que no se va con
comida.
El Hambre
tarda un tiempo en instalarse: no entra en uno con facilidad. Las personas
podemos impedirle la entrada al principio, porque somos resistentes, y sus
garras, aunque hieren, tardan un poco en abrirse paso. Podemos resistir un
tiempo, limitando caprichos, como comprar menos ropa, o restringir la compra
adquiriendo los productos estrictamente necesarios. No cuesta tanto.
Al
principio, las heridas que nos provoca el Hambre no son suficientes como para
hundirte. A medida que gana terreno, sin embargo, aguantar de pie comienza a no
ser tan fácil. Levantarse de la cama es cada vez más difícil. Cuando ves que tu
familia está sufriendo estragos y privándose de lo básico para que a ti no te
falte, el Hambre empieza a ganar la batalla. Este monstruo se manifiesta de
diferentes formas: a mí, por ejemplo, me aprieta las entrañas en una perpetua
angustia. Cuando estoy con otras personas, logro sofocar su presencia hasta que
no es más que un sordo eco en mi estómago. Pero cuando estoy sola, me agarra
tan fuerte que apenas puedo respirar.
Entonces
es cuando te das cuenta de que el Hambre es ya parte de ti. Y pasan los días,
las semanas, los años, y cada vez que te ves obligado a negarte algo, el Hambre
crece un poco más, y sus uñas son un poco más afiladas. Te cuesta dormirte,
porque el monstruo y tú apenas cabéis en la cama. Y viene el miedo a que te
quiten lo poco que tienes, la angustia porque no hay nada que hagas que pueda
frenar su avance. El solo hecho de estar vivo te cuesta dinero, y no ganas lo
suficiente, sin importar cuánto de ti entregues. Es como estar atado de pies y
manos con alambre de espino que se clava a tu cuerpo, y cada movimiento abre
nuevas heridas: si intentas liberarte, sangras. Si te quedas quieto, también.
El Hambre
te va atrofiando los músculos, se va alimentando de tu espíritu, de tus ganas,
de tus sueños. El mundo se va moviendo a tu alrededor, pero el Hambre se
encarga de que tú te quedes quieto. Tus amigos siguen saliendo a tomar una
cerveza al bar; siguen yéndose de excursión, siguen viajando y aprendiendo.
Pero tú hace mucho que has dejado de poder permitirte nada de eso. Al
principio, quizá te invitaran, pero no lo pueden hacer siempre. Así que ellos
avanzan, y tú te quedas. Quieto. Congelado. Te consumes. Te apagas.
El Mundo
moderno está encantado con el Hambre. Es su mascota favorita. Es él quien se
encarga de que el monstruo no se debilite. Cuando encuentras algo en lo que
refugiarte, algo que te permita acallar al Hambre un rato, el mundo se encarga
de que ese algo desaparezca. Lo privatiza. Te lo quita. Y las heridas del
Hambre se van haciendo cada vez más dolorosas con el tiempo: perder lo más
ínfimo ahora que el monstruo está asentado puede ser un golpe muy duro.
En nuestra
lucha contra el Hambre, el Mundo moderno y aquellos que lo manejan hacen lo
posible por que perdamos. No nos dan trabajo. No nos quieren porque somos demasiado
mayores, no nos quieren porque no tenemos experiencia, no nos quieren porque
estamos sobre preparados. No nos quieren, y punto. Hay muchos humanos, piensan, cuántos
menos queden, más para nosotros.
Pero no te lo dicen así: te lo dicen con una sonrisa, y varias leyes que los
amparan. Te condenan a muerte, y todos lo sabemos, pero tú estás obligado a
devolver la sonrisa.
Y lo más
cruel de todo es convivir con aquellos que solo conocen el Hambre de oídas.
Esas personas que alguna vez han sufrido algún zarpazo, pero que nunca han
llevado al monstruo dentro. Supongo que esa es otra de las estrategias del
Mundo para hacerte caer: obligarte a oír a diario como esas personas hablan de
su vida plena, de sus actividades, de sus desahogos, de sus viajes y compras.
Oír mientras te hablan de una vida que el Monstruo te ha arrebatado, o, como en
mi caso, que nunca has llegado a tener. Una vida que mereces tanto como ellos,
pero que no tienes. Ellos hablan y se ríen, y tú tienes que reírte con ellos, y
soltar uno o dos “¡Qué bien!” porque es lo que se espera de ti. Si no, serías
un egoísta y un egocéntrico, ¿sabes?
Llega un
momento en que me pregunto hasta qué punto sigo siendo humana. El Hambre ha
estado en mí tanto tiempo que, a veces, cuando me miro al espejo, solo la veo a
ella. Hasta cuándo puede sobrevivir alguien que no se permite nunca nada de lo
que necesita para nutrir el espíritu. Cuántas necesidades restringidas más
necesitará el Hambre para ganar esta guerra. Cuánto tiempo me queda antes de
convertirme en lo que el Mundo quiere que sea: un envoltorio vacío y sin alma que
pueda utilizar a gusto.
Esto es como
una enfermedad terminal: he entrado en la fase final. Ya no lloro, porque tengo
miedo de que me roben las lágrimas. Ya no hablo, porque temo que me cobren el
discurso por palabras. Ya no siento, por si acaso eso también lo termino
perdiendo. Lo único que queda es la curiosidad: un leve y lejano interés por
ver qué pasará cuando el Hambre engulla de mí la última gota.
Mi caso no
es un caso aislado: somos cientos, miles, millones. Muchos caen a diario,
sucumbiendo ante las garras del enemigo. No hay más que ver los muchos
suicidios de aquellos que pierden su casa, o la custodia de sus hijos por no
poder mantenerlos.
Es tan
evidente, tan obvio, que no puedo evitar preguntarme si los líderes -esos que
se comen todo lo que hay a su paso, esos que han creado al Hambre robándonos
nuestra comida- sufren de algún tipo de retraso mental. Si no es así, ¿cómo se
explica que ellos tengan tanto y nosotros tan poco? ¿No se dan cuenta de que
esto no es sostenible? ¿No ven que nos están aplastando con su avance?
Entonces lo
veo claro: sí que lo ven. Lo saben. De hecho, lo habían previsto.
Y no les
importa.
Les da
igual que caigamos a millones, si ellos pueden seguir devorándolo todo. Y si
esto es así, yo, hecha jirones irreparables y presa de un monstruo insaciable,
soy más humana que todos ellos juntos. Porque a mí sí me importa.
La
curiosidad vuelve a brotar cuando reparo en el fallo. Un detalle fatal que
ellos no han tenido en cuenta, o, más probablemente, que han subestimado. Y es
que ellos están jugando con fuego, con algo que no pueden controlar. Toda
nuestra Hambre crece; nuestro decoro y nuestra educación pierden terreno. Día
tras día, va avanzando, unificándose, haciéndose más y más imponente. El Hambre
es más fuerte que la razón, más arrolladora que cualquier lógica.
Y cuando
ya no quede nada de nosotros -ni compasión, ni miedo, ni paciencia-, el Hambre los
devorará a ellos.
May Parodi
No hay comentarios:
Publicar un comentario